CONVERSACIONES CON MI HIJO

Conversaciones con mi hijo no es un libro de ficción, sino real. Nada he inventado en él. Las once historias que contiene son episodios vividos con la intensidad y, en algunos casos, con la amargura descrita; pasos por el camino de la vida que han dejado una profunda huella en mi alma. No es, por lo tanto, un libro pensado, sino sentido.

Las historias pertenecen a periodos diferentes y han sido narradas bajo la impresión del momento que recoge la frescura del hecho tal cual se produce. Algunas de ellas –recopiladas en este apartado- fueron publicadas en la revista Conciencia Planetaria en 1991, antes de ser publicado el libro en 1995. El conjunto presenta una variedad de situaciones entrañables que responden a cuestiones esenciales de la vida.

Mario, mi interlocutor en cada historia, es también el maestro que me conduce a través de ellas hacia mi propio descubrimiento. Él, con su carácter espontáneo y comunicativo, ha hecho posible nuestro encuentro.

1.- El Camino

Mario se sorprendió aquella mañana y, alborozado, me dijo:

- ¡Anda, papá! ¿Tú también vas a adornar las paredes de tu despacho como mi habitación?

Sonreí. La habitación de Mario se parecía más a la buhardilla de un bohemio que a un dormitorio. Uno podía encontrar en ella cualquier cosa, desde el cuchillo de “Rambo” hasta un palo que su fantasía convierte en rayo láser, pasando por un gorila hinchable que se compró “¡por solo 390 pesetas, papá!”, con el que se va a la piscina y mantiene cómicas peleas. Todo ello salpicado por docenas de lápices de colores y de rotuladores de todos los colores imaginables, gomas de borrar de todos los tamaños –y ninguna sana- , cuadernos, archivadores, cuerdas, pegatinas y, en general, todo cuanto no se sostiene y necesita descansar en el suelo.

Algunos elementos tienen más suerte y reposan en cajas fundidos todos en un desordenado abrazo: son los cochecitos eléctricos – “¡no te lo vas a creer, papá. Me los compró mamá a cincuenta pesetas cada uno en El Corte Inglés!”- diminutos, negros, amarillos, multicolores…, conectados a su “mando a distancia” mediante un metro de cable.

Diez cochecitos y su correspondiente metro de cable configurando una madeja que solo él era capaz de ordenar. Pero los cochecitos no estaban solos: docenas de “airgamboys” dormían con ellos esperando su momento de convertirse en los pilotos suicidas de aquellas apasionantes carreras controladas por Mario a través del cable y que, necesariamente, acababan a la vez que éste un metro más allá… -“Lo malo es que enseguida se acaba. Si el cable fuese más largo…”

Pero aquel inconveniente no restaba emoción a sus carreras, pues un solo metro de recorrido era más que suficiente para ser convertido por su imaginación en el Circuito de Jarama o en la interminable aventura del Paris-Dakar.

Docenas de muñequitos “trasplantados” –“mira, papá: los brazos son de este otro, la cabeza de aquél y el casco se lo he hecho yo con plastilina”-convertidos en héroes de mil aventuras y en inmortales guerreros de incruentas batallas. Muñequitos que han escalado su pupitre por la escarpada ladera norte, que han buceado en las profundas simas de la bañera, que han explorado la misteriosa gruta del oscuro armario, que han volado en invisible nave por los insondables espacios del cuarto de estar, que han sobrevivido a los demoledores terremotos de un lavado y centrifugado escondidos en el bolsillo de un pantalón.

Muñequitos que han estado en la selva, en el Polo, en el desierto, en Marte, en Venus… Muñequitos que han creado mundos infinitos donde Mario ha estado con ellos y, a veces, yo con él…

Sonreí.

Los “airgamboys” formaban ya parte de la familia, puesto que, desde siempre, son también una parte de Mario. Cuando tenía tan solo cuatro años de edad y aún no había desarrollado su capacidad de medida, utilizaba los muñequitos como elemento de comparación. Así, para entender el precio de algo, teníamos que decirle cuántos “airgamboys” podían comprarse con ese dinero. Y, claro: ¡todo resultaba absurdamente caro para él! Se quedaba profundamente callado y serio cuando le decíamos que aquellos calcetines “costaban cinco airgamboys”.

¿Cómo entender que, a pesar de estar tan claro, mamá cometiese la equivocación de comprar los calcetines?

Los calcetines no hacían feliz a Mario, los “airgamboys” sí. Pues con ellos creaba mundos maravillosos, viajaba por el espacio y era, a la vez, guerrero, rey o piloto.

Me entristecí.

En mi recuerdo, los muñequitos son el testimonio de una pureza sentida muy hondamente, de una intuición de la vida acertada, de un instante de luz en una vida llena de oscuridades, de un vislumbre fugaz del paraíso sin apenas trascender el umbral de la puerta; de un ansia dormida que hoy se convierte en esperanza. Tú, Mario, estabas en el Paraíso y yo, apenas apoyado en la puerta. Tú tirabas hacia adentro pero yo no entendía tus palabras -¡era tan adulto…!- y en lugar de entrar contigo, te saqué junto a mí, al mundo de los mayores que prefieren comprar calcetines…

Lloré.

¿Cómo podría hoy decirte que me equivoqué? ¿Cómo decirte que me duele el alma por haberte estimulado a parecerte a mí, a hacerte mayor, a salir del Paraíso? ¿Cómo podría pedirte que retrocedas, que no te quedes en esta orilla llena de televisores, de coches, de dinero, de ambición y de egoísmo que son, como los calcetines, el sustituto de los “airganboys”? ¿Cómo conseguir volver yo atrás, contigo?

Un día, tú y yo vamos a volver atrás. Nos desprenderemos de cuanto tenemos y nos iremos de aquí. Compraremos dos “airgamboys”, uno serás tú y yo seré el otro. Nos sentaremos en cualquier lugar y, desde allí, volaremos por el espacio, penetraremos la selva y fondearemos el mar. Porque, en algún lugar de aquellos encontraremos la puerta que nos lleve a ese mundo del que nunca debimos salir.

Me serené.

Las paredes de su habitación son sus líneas de horizonte. De un horizonte plástico convertido en fotografías y dibujos de motos, de coches, de marcas, y de héroes del monopatín. No hay espacios vacíos. Apenas un hueco justo para el planning semanal de clases en el colegio.

Volví a sonreír. La habitación de Mario es como un desván multicolor y lúdico donde el palo-láser convive con la guitarra, y el casco de “skate” con el spectrum-plus – “¡papá, no veas lo que han bajado de precio los ordenadores! Ahora, con un poco más de lo que costó éste me podría comprar otro con pantalla”- y con tres pares de zapatillas malolientes –“pues yo no lo noto”- que no hay forma de purificar.

Sonreí.

Mi despacho aparecía hoy con un folio y una leyenda escrita sobre él, pegado a la pared. Mi despacho empezaba a parecerse a la habitación de Mario.

- ¿Cómo se te ocurre pensar que voy a hacer de mi despacho una repetición de tu desordenada habitación? Tu habitación es inimitable, hijo mío.

Contesté. Pero no dije la verdad. Ni nada sobre mis sentimientos. ¿Cómo transmitir tanta emoción, tanta vida sentida en unos segundos? Guardé mi ilusión y no le dije que me sentía camarada suyo, explorador en sus aventuras y piloto en sus carreras de infinitos metros de cable. Tampoco le hablé de ese viaje que juntos hemos de realizar ni del mundo que construiremos entre los dos.

- Papá, ¿por qué has escrito eso? – se interrumpió un instante, y siguió pronunciando en voz alta-: “Cuando los caminos del hombre son gratos al Señor, aun a los enemigos se concilia”.

- Es un proverbio –contesté yo- y se cree que fue escrito por el Rey Salomón, mucho antes de que naciera Jesús.

- Pero, ¿por qué lo has escrito? –insistió él.

Entonces le expliqué que, durante los días anteriores había estado yo angustiado por una situación a la que no hallaba respuesta, preocupado porque no sabía qué camino tomar. Le dije que, al igual que había hecho otras veces, tomé la Biblia, me uní a ella espiritualmente y le pedí una respuesta. Abrí al azar el libro y dirigí mi vista instintivamente a un lugar cualquiera de la página por donde se abrió, y leí. La Biblia se había abierto por el libro de los Proverbios y mis ojos tropezaron con ése que él había leído. Esa era la respuesta a mi pregunta.

Mario me miraba asombrado.

- Y ¿cómo puede contestar un libro? –preguntó curiosamente.

- En realidad no es el libro el que contesta –le dije- sino uno mismo. Todas las respuestas están en nosotros, pero como ignoramos esta verdad, acudimos siempre al exterior en busca de soluciones. Todas las verdades contenidas en la Biblia están grabadas en algún lugar de nosotros, inmaterial, al que podemos acceder si nos concentramos y deseamos profundamente. La Biblia, como cualquier otro libro o la persona que te da un consejo sabio, solo son instrumentos, vehículos a través de los cuales conocemos las respuestas que nacen dentro de nosotros mismos. Pero el instrumento, como ves, es muy importante, pues gracias a él podemos oír y entender esas respuestas.

- Papá, y ¿qué quiere decir ese proverbio? Añadió muy convencido.

- Quiere decir que todos tenemos una misión que cumplir, que nuestra vida tiene un sentido, un propósito determinado. Y que cuando seguimos ese camino, todo son facilidades.

- Y, ¿quién te dice lo que tienes que hacer en la vida?

- Nadie. Eso es algo que cada uno de nosotros tiene que descubrir. Pero, no temas, pues si tú vives queriendo saber en todo momento lo que debes hacer, es seguro que encontrarás el camino y permanecerás en él.

- Y, ¿cómo sabré que estoy en el camino? –preguntó cada vez más fascinado.

En ese momento hubiese dado cualquier cosa a cambio de una respuesta definitiva que ofrecerle, pero al igual que él, también yo la estoy buscando. ¿Cómo decirle que el camino es estrecho y poco iluminado en sus orillas? ¿Cómo explicarle que vive en un mundo que no facilita el paso a quienes emprenden esa aventura? ¿Cómo advertirle que es más fácil echar la pisada fuera del camino que dentro? ¿Cómo acercarlo a la realidad sin que se rompa la magia de la aventura posible?

- Verás, Mario –intenté explicarle- No esperes que alguien te resuelva esa duda algún día, pues el camino no es una línea recta ni tampoco existe un único camino. Por el contrario, cumplir con el propósito de tu vida puede exigirte cambiar de rumbo muchas veces y tendrás que estar muy despierto para saber en cada momento, cuándo has de abandonar un camino y cuál es el nuevo que debes tomar. Y, hasta es posible que en tu recorrido tengas que volver a situaciones pasadas para completar experiencias pendientes antes de seguir adelante. Y eso no es retroceder, sino avanzar sin deudas. Y, entre tantas idas y venidas, entre tanto caminar por la vida, habrá momentos en que te sentirás perdido, desorientado y solo. Sentirás que estás en tinieblas y a punto de perder la esperanza, pero no te entristezcas, pues esa sensación también indica que estás en el camino.

- El camino está jalonado de fases de luz y fases de tinieblas, por momentos de seguridad y por momentos de duda; por días de rosas y por días de llanto, por subidas y por bajadas. Y todo es camino.

- Ante tan extraño itinerario, solo la intuición surgida de dentro de ti mismo te hará sentir que estás en él. Solo entonces apreciarás que todo aquello que encuentras en tu marcha, tanto si te provoca felicidad o dolor, no es bueno ni malo, sino camino. Y cuando así procedas, verás que dispones de facilidades para moverte en una cierta dirección; sentirás que fuerzas invisibles te conducen. Y sabrás sin que nadie te lo diga, que estás en tu camino.

Mario escuchaba en silencio y, cuando terminé de hablar, alzó su mirada hacia el papel pegado a la pared y volvió a preguntar:

- Entonces, papá ¿el papel con este proverbio lo has pegado a la pared para que no se te olvide?

Sonreí. Busqué su mirada y encontré en ella el mismo destello de ocho años atrás, cuando prefería los “airgamboys” a cualquier otra cosa porque con los muñequitos construía mundos fantásticos; cuando habitaba en el Paraíso y yo le contemplaba desde la puerta. Y, en ese instante, sentí que aún estaba enganchado a aquel mundo; que todavía era niño. Y sentí que yo quería ser como él, vivir como él. Imitarle…

- No, Mario. Es que quiero que mi despacho se parezca a tu habitación

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