EL CUARTO CAMINO

No me ha sorprendido. El artículo sobre El despertar de la Conciencia ha sido como la luz del faro en las sombras de la noche. Muchas personas, navegantes de los mismos mares, han identificado su rumbo con el de tantos desconocidos que permanecen en el silencio. Han visto, de pronto, que no navegaban solos. Y me han escrito para decírmelo. Me han contado que se sienten peregrinos acompañados por muchos otros peregrinos invisibles, surgidos de todas partes, con quienes comparten camino y esperanza. Me han dicho que ya no se sienten solos.

Y no lo están. La vida, ya lo sabemos,  es como una inmensa cueva donde permanecemos inmóviles contemplando las sombras proyectadas sobre la pared y creyendo que son la realidad misma. Detrás, a nuestras espaldas, el fuego deviene en foco eterno que convierte, en igualmente eternas, a las imágenes proyectadas. Y cambian las sombras porque cambian los objetos proyectados, pero la ficción es la misma. Y la cueva está llena de personajes. Y los personajes crean una organización basada en reglas, un “sistema”. Y establecen, incluso, unos ideales en cuya obtención se afanan porque de ello depende su felicidad y aún su existencia. Los habitantes de la cueva no creen que exista otra cosa que la cueva misma (¿cómo podrían pensar de otro modo si jamás se asomaron al exterior?) y, por ello, establecen un “cielo” próximo, un escenario de disfrute inmediato. Un cielo tecnológico que ofrece televisores con más definición en pantalla, coches más potentes, segundas viviendas, drogas para la evasión, una vida más larga, viajes de placer, pensiones…, y hasta la erradicación del dolor como parámetros de felicidad. Un cielo que promete más felicidad a quien posee dos coches que a quien tan sólo tiene uno; a quien tiene fama y riqueza y no al desposeído de la fortuna; al que consume cuatro en lugar de dos. Un cielo inmediato que no consigue, a pesar de su entusiasmo, calmar definitivamente la sed. Quizá la solución (se piensa) consista en ofrecer más coches, más televisores, más diversión o más placer. Quizá la solución esté en ampliar la oferta y, por ello, los creadores de este cielo tecnológico compiten en busca del inalcanzable “no va más”, con el que deslumbrar al personaje de la cueva. Más cantidad de todo y más novedades para el consumo en una colosal huida hacia adelante, que es el efecto visible de la dinámica entrópica,  destructiva.

Efectivamente no es ese el Reino del que hablara Cristo; un Reino interior al que sólo se accede volviendo la espalda a la entropía. Un Renio que no sabe de aparatos ni de últimos modelos, sino del disfrute sutil del estado de conciencia que se adquiere cuando se transcienden los límites del Yo. Cuando se descubre el Centro.

LOS QUE HAN DESCUBIERTO LA TRAMPA

La vida (el “sistema” establecido) engancha. Y no es fácil desprenderse de su abrazo. No es fácil descubrir las trampas que nos mantienen en la quietud de la cueva porque, desde la misma cueva, no parecen trampas. Por el contrario, todo tiene la apariencia de lo natural, de lo conveniente, y únicamente la observación desde el exterior permite descubrir la verdadera naturaleza de los estímulos. El bosque sólo se puede ver desde fuera del bosque.

Y, un día, una frase oída, la lectura de un libro o un suceso cualquiera, nos arrastra al exterior de la cueva y el choque con la Luz es tan violento que caemos deslumbrados, anegados de luz, incapaces de absorber tantas repentinas intuiciones acerca de una nueva realidad. ¿Cómo describir tanto vislumbre de lo desconocido y, sin embargo, tiernamente familiar? ¿Cómo definir la extraña sensación de sentirse en el umbral de un mundo distinto y a la vez percibido como algo familiar y recuperado? Tal vez sólo se trataba de una tenue lucecita, de una simple lamparilla que alumbró por un instante en la obscuridad de nuestra conciencia. Pero fue como un torrente de luz que disipó las tinieblas… Fue como un faro encendido entre las brumas de la noche.

A partir de ese momento, todo se relativiza, todo cobra una dimensión diferente. Todo pasa a ser medido con otras reglas. Aquello que era tan importante y por lo que tanto habíamos luchado se convierte, de pronto, en moneda devaluada, en traje pasado de moda, en elemento inservible. De pronto, hemos emprendido viaje hacia otro lugar en el que aquello tan importante resulta inútil. Y tal vez sintamos la tentación de arrojarlo todo, de desprendernos de todo el equipaje y emprender ese viaje hacia la aventura sin ninguna carga. Tal vez sintamos la imperiosa necesidad de dejar el trabajo y la familia y volar por el espacio eterno que aparece ante nuestros ojos lleno de esperanzas nuevas, de mundos mágicos donde el espíritu se colma de vida. Tal vez sintamos la llamada del retiro, la invitación del claustro que impregna sus piedras de oración y silencio. Y buscaremos respuestas a tantas nuevas inquietudes en la soledad. Y sufriremos la duda. Y nos dividiremos en dos, el que quiere seguir donde estaba y el revolucionario que quiere romper con todo. Y todo el entorno reflejará esa lucha.

Soledad y silencio. Es la hora de la verdad callada. Apariencia normal que oculta el terremoto interno. ¿Cómo contar esas cosas? ¿Cómo explicar que uno “está”, pero ya no se “siente” de aquí? Aquel cielo tecnológico tan valorado antes aparece ahora desnudo, raquítico, falaz. Agua de un pozo que no quita la sed. Y ese peregrino que, por fin, ha bebido otras aguas, siente el tirón que le arrastra hacia la aventura y su corazón se inunda de gozo pero, a la vez, contempla su entorno, su casa, su familia, su trabajo… y surge el contrapeso. ¿Qué hacer? Retirarse a la montaña cortando drásticamente con todo o reprimir los impulsos recién nacidos, parecen ser los dos extremos entre los que se sitúa la decisión. Ser el revolucionario emergido de la cueva o aquel otro que le da muerte. Esa es la cuestión.

LOS CAMINOS HACIA LA PERFECCION

Les hemos visto muchas veces, con respeto y asombro. Seres tendidos sobre punzantes o pedregosos lechos, exponiendo sus cuerpos a las inclemencias del tiempo, al hambre y a la sed. Rostros sin carne que son todo mirada. Esqueletos vivientes. Les hemos visto y nos han hablado de ellos, pero no les hemos comprendido. Por el contrario, hemos llegado a pensar de ellos que eran alucinados fuera de toda realidad.

Sin embargo, cuando por fin hemos llegado a entender la lucha en la que están inmersos, hemos sentido respeto y hasta admiración. Hemos adivinado que detrás de ese cuerpo debilitado existe una voluntad de hierro; que detrás del castigo físico hay una intención, una búsqueda de la iluminación. Hemos comprendido, al fin, que el faquir es otro peregrino emergido de la profundidad de la cueva y que busca, por un determinado camino, la Verdad. Él cree que en su vehículo material –en su cuerpo– están las debilidades que alejan de los estados de iluminación y, por ello, se enfrenta a su naturaleza sometiéndola a privaciones y sacrificios. Y mientras más dura y prolongada es la represión del cuerpo, más fuerte la voluntad surgida. Y de este modo, el faquir aspira a encontrar –aunque para ello tenga que consumir toda su vida– la iluminación. ¿Qué más da el precio? Él ya ha apostado y ha tomado su camino.

Más próxima a nuestra cultura existe otra figura igualmente extraña. No habita en los atrios de los templos ni muestra su famélica desnudez. Tampoco duerme sobre espinos ni causa la admiración de nadie…: el monje sólo aspira al silencio de una celda donde encontrar, a través de la oración, la misma iluminación del faquir. El monje ha renunciado al mundo, ha vuelto la espalda al sistema, al ruido y a la trampa. Ha renunciado a su porción de cielo tecnológico, a sus trajes y a su boato, y se ha marchado a vestir una túnica de paño y a hablar consigo en la soledad. El monje ha dicho que no volvía a entrar más en la cueva y aspira a encontrar entre los muros de su celda y en los contraluces de los claustros, la iluminación. Es el segundo camino.

Aún existe otra figura prototípica al igual que las del faquir y del monje pero, a diferencia de ellos, buscará la misma iluminación a través de la mente. Se trata del yogui. Para él, el acceso a la luz interior no se consigue por el camino del cuerpo ni tan siquiera por el de los sentimientos, sino por algo más sutil como es el intelecto. Ver con los ojos de la mente, comprender, es expandir la conciencia: es alcanzar otro nivel de iluminación más elevado. Es el tercer camino.

Evidentemente, cuando Gurdjieff describió estos tres caminos no se estaba refiriendo a los personajes en sí, sino considerando a éstos como prototipos que definen a determinados colectivos. De este modo, el camino del faquir es el de la lucha contra el cuerpo, al que somete a increíbles torturas como medio de desarrollar una voluntad férrea detrás de la cual se oculta la iluminación. A lo largo de este camino, los hombres faquir, habrán conseguido dominar las pasiones, los instintos bajos y, su cuerpo, jamás volverá a ser un obstáculo. Pero, ¿qué ha ocurrido, mientras tanto, con su corazón y con su mente? Por su parte, el camino del monje define a aquéllos que sienten como esencial la fe y el amor de Dios, comprometiéndose con una tarea que pretende someter todos los sentimientos y todas las emociones a una única, que es el amor a Dios y la fe. Es el camino de los religiosos y, en su recorrido, los sentimientos serán la piedra de toque. Pero, ¿qué ha ocurrido, mientras tanto, con el cuerpo físico y con la mente?

El camino del yogui, en cambio, muestra la dirección de aquellos que, lejos de embarcarse en las largas tareas de evolución consciente antes señaladas, eligen la vía del intelecto para llegar tal vez al mismo lugar. Han desarrollado su mente; se han acercado a la comprensión de las verdades y han visto la luz. Pero, ¿qué ha ocurrido, mientras tanto con su cuerpo físico y con sus sentimientos?

Probablemente y, si se me permite el grafismo, los tres prototipos humanos se encuentren, al cabo de un tiempo, en un similar punto de iluminación interior. Quizá el primero en llegar haya sido el yogui gracias al trabajo sobre su mente. El segundo puede haber sido el monje con su trabajo sobre los sentimientos y, finalmente, el faquir y su trabajo sobre el cuerpo físico que ha desarrollado una fuerte voluntad. Pero de poco les habrá servido lo andado, pues todos han olvidado en el camino una parte esencial de ellos mismos. El yogui –el ser humano que trabaja prioritariamente la mente– tendrá que volver sobre sus pasos hasta encontrarse con su cuerpo físico, donde trabajar su parte instintiva, y con su centro emocional que reclama atención hacia los sentimientos. El monje –los que eligieron la vía del amor y de la fe– tendrá que imitar al yogui en su trabajo mental y, además, aprender las mismas lecciones que la tortura del cuerpo físico permitió aprender al faquir. Y, finalmente, el faquir –los que trabajan el cuerpo físico hasta dominarlo– tendrá que descubrir la existencia de sus centros emocional y mental –sus cuerpos astral o de deseos y mental, respectivamente– y la necesidad de trabajar también los sentimientos y el intelecto.

EL CUARTO CAMINO

Los tres caminos descritos, aun siendo positivos, no han conseguido un desarrollo global del Ser y, el caminante que se adentre en uno cualquiera de ellos, tendrá un día que recorrer los otros dos. Por otro lado y, aun siendo favorables dichos caminos, ¿qué posibilidad real tiene hoy el ser humano para hacerse peregrino en esas sendas del espíritu? Cualquiera de ellos parece contener implícita la condición de renuncia al mundo, la salida del Sistema. Es cierto que el iluminado –el personaje salido de la cueva– intuye otra realidad y se siente arrastrado hacia ella,  y que quiere “marcharse” del mundo para crear otro mundo mejor, pero también es cierto que quisiera llevarse familiares y afectos en su aventura… Y ese personaje de la cueva que vio la luz, sufre el desgarro de la lucha, el dolor de la decisión. Necesita retirarse al desierto, escaparse del mundo, porque en su universo interno  ya existe la intuición de otro mundo mejor y quiere tocarlo, olerlo, sentirlo y darle forma. Necesita afirmarse en la otra orilla. Pero los hijos, la esposa, el compañero, los padres, el trabajo, las letras del piso… surgen para recordarle su otra realidad. Y el personaje de la cueva sufre la división interna y el dolor de la decisión. Unos, acabarán convirtiendo el ejecutivo que fueron en criador de abejas en un perdido pueblo o en guarda-conservador de una ermita plantada en la soledad de los campos. O en novicia de cuarenta años en un convento de clausura. O en misionero, o en vagabundo… ¡hay tantas formas de decir adiós al mundo, al de todos y al particular de cada uno! Pero tal vez hayan dejado a sus espaldas un padre desasistido, unos hijos llorando y una familia rota. Tal vez hayan dejado atrás un pedazo de su alma y, un día, habrán de volver para colmarla de cariño, para poner sonrisas donde hubiera espinos, para tender la mano a los que también hubiesen querido ver la luz. Y es que ese camino, al igual que el del faquir, el del monje y el del yogui, no es el camino perfecto.

Otros, en cambio, resolverán su crisis interna sin tomar ninguna decisión. La intuición del cambio no habrá sido suficiente estímulo como para dejar el mundo por la aventura de lo nuevo. O los compromisos, la responsabilidad ante el mundo particular, habrán podido más. Ellos sufrirán aún más que los osados que apostaron por un camino determinado, puesto que su lucha interna se prolonga hasta mucho después de haberse agotado la crisis y surge el recuerdo de la iluminación, de la chispa de luz que por un momento otorgó un sentido nuevo a la vida y que, sin embargo, no fue alimentada y acabó consumiéndose hasta apagarse. Pasada la tormenta verán que nada ha cambiado, que todo sigue igual que antes de aquel instante de luz, que su vida es la misma. Y sentirán que han pasado los años y, con ellos, se fue la oportunidad de acercarse a otro mundo. El personaje que nunca salió de la cueva y no conoció la realidad del exterior, tampoco la echará en falta. Pero en cambio, aquél que estuvo fuera y vio la luz renunciando después a ella, ese sí que sabrá lo que ha perdido. Y tratará de justificarse aludiendo a sus responsabilidades “terrenas” y hasta podrá pensar que esa postura fue más generosa que la del abandono. Pero, en el fondo, sentirá el fracaso.

Entonces, ¿no le es posible al Hombre de nuestros días el acceso al progreso espiritual consciente sin que ello suponga fracasos parciales, o es que, definitivamente, es necesario romper con todo si se quiere tal progreso?

La respuesta no está, obviamente, en ninguno de los tres caminos descritos donde el ser humano de hoy tendría que ser faquir, monje o yogui, sino en el Cuarto Camino: aquél que define la vida ordinaria de cada uno como la vía de acceso. El Hombre de hoy tiene acceso al progreso espiritual consciente utilizando el mejor de los medios a su alcance, que es su entorno, su vida normal que le convierte en padre, en madre, en esposo, en jefe, en subordinado, en hermano, en vecino, en escritor, en artista, en ama de casa… El Cuarto Camino no es ninguno de los tres descritos, sino los tres a la vez. Ser ama de casa, padre, mecánico o poeta, conscientes del papel a desempeñar, es convertirse, de pronto, en el faquir, el monje y el yogui a la vez.

Tal vez por ello se nos antoja tan dura la vida. Se puede ser faquir, monje o yogui, pero vivir los tres personajes a la vez resulta, en la mayoría de las ocasiones, una tarea difícil de llevar. Caminar por el Cuarto Camino es trabajar sobre el cuerpo físico hasta transmutar todo lo instintivo, y no precisamente en un ámbito de escasez de tentaciones como puede ser el del faquir prototípico, sino en medio de la abundancia de todo tipo de estímulos. Desarrollar y mantener una fuerte voluntad que canalice las energías pasionales hacia cualidades más sutiles es, por sí sola, una tarea de gigantes. Nunca como ahora han existido tantos y tan sofisticados estímulos hacia el culto al placer de todo tipo. Para el Sistema, el cuerpo físico es el venerado objeto de placer y no el vehículo del espíritu, como cree el faquir. El Sistema ni siquiera considera la existencia del espíritu; ¿cómo pretender –en consecuencia– que haya estímulos para su desarrollo? Por el contrario, no faltarán los que procuran hedonismo y placer generosamente ofrecidos desde los órganos del mismo encargados de incentivar el cultivo de las bajas pasiones, de lo instintivo, de lo animal que habita en nosotros. Carnaza bellamente adornada por la publicidad y aclamada como noble por los impuros. Plomo pesado que impide elevar del suelo al maltrecho Ser que ansía un poco de luz. ¿Es necesario marcharse a la India a dormir sobre un lecho pedregoso o a permanecer durante meses y años inmóvil en un largo proceso de atrofia muscular, de tortura del cuerpo, hasta lograr la pureza del faquir? Probablemente, quedarse aquí sin sucumbir sea la mayor proeza de faquir alguno. Esa es la invitación primera del Cuarto Camino.

Paralelamente, el sistema obsequiará al caminante con un vasto panorama que estimula la competitividad, la posesión de riqueza y el poder. Ser del montón, pertenecer a la masa, no es valorado por el Sistema (¿qué decir, en tal caso, de los “últimos”? ) aunque el montón o la masa sean el soporte del propio Sistema. Por el contrario, los números uno son presentados como modelos a imitar por el resto. Los números uno en posesión de riquezas, de fama, de bienestar aparente, aunque para ello hayan tenido que destruir haciendas, vidas y sueños de cientos. Estas sutilezas no se nos cuentan. Eso hay que guardarlo en secreto para no enturbiar la imagen celestial del Sistema. El cielo, el patrón de la felicidad, lo transmite la imagen del triunfador social donde se combinan poder, riqueza y ambición. De esta manera, el estímulo general es una invitación a ese cielo, a esa felicidad próxima edificada sobre lo tangible y temporal que se sitúa al final de una escalera larga construida con egoísmos, envidias, recelos, luchas y trampas contra el hermano. No. No es necesario recluirse en un monasterio para desarrollar en el silencio de sus muros, el Amor. Los intrincados laberintos del Sistema pueden convertirse en el claustro monacal donde enfrentarse a las más fuertes tentaciones. Oír la sugerente invitación al cielo material del Sistema y no caer en la trampa; renunciar al ejercicio de la lucha, del egoísmo, de la envidia y de la astucia; ignorar lo que nos separa de los otros y ver en ellos sólo lo que nos identifica; percibir la vida como una oportunidad para construir un mundo solidario es, como en la vida del monje, caminar hacia el Amor. Es caminar hacia la Luz.

Si, a pesar de tanto estímulo hacia la degradación, el peregrino de la Luz consigue reconocer el falso cielo del Sistema y deposita, en cambio, su confianza en la intuición del “Reino Interior” que existe detrás de las sombras, habrá realizado el más importante descubrimiento que jamás hiciera ningún yogui. La más importante conquista del discurso intelectual.

EL PUNTO DE PARTIDA

Nada es causal y, cuando tras haber atisbado un leve destello de luz en nuestra obscuridad deseamos correr tras ella abandonando lo que nos resulta pesado, quizá estemos apuntando en una dirección equivocada. Vemos la luz y ya no queremos ver otra cosa ¡Como si la luz fuese algo sin las sombras que permiten verla! Vemos el nuevo mundo a través de una rendija del conocido y queremos escaparnos por ella de esta realidad sin pensar que, aquel mundo mejor, se construye desde aquí, desde el mundo particular de cada uno.

Salimos de la cueva y quedamos aturdidos ante la luz del exterior sin saber qué camino tomar. Y navegamos de un extremo al otro sembrando, la mayoría de las veces, confusión y dolor. La Luz no debería cegar el ojo de la Conciencia, sino alumbrar el camino,  Y, a poco que se fije el caminante, esa luz señala el retorno a la cueva, la vuelta al mundo para iluminar a los obscurecidos que comparten hogar, trabajo y familia con él. Ese es el crisol donde tendrá que fundir y amalgamar sus partes divididas. Ese es el Cuarto Camino.

Félix GRACIA - Enero 1990

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