“Vivid haciendo de vosotros mismos vuestro refugio…” (Buda)

No voy a hablar de la bomba atómica de antes, ni de la de mañana. No voy a hablar de las guerras que siembran nuestra historia de vidas destrozadas, de odio y vergüenza. No voy a hablar de las cosas que hemos hecho.  Voy a hablar de nosotros, seres humanos, y a hablarme  a mí mismo. Porque el resto son simples consecuencias.

Mano sobre mi pecho, señalándome; cabeza agachada y espíritu recogido en esta confesión que siento oportuna y necesaria ante las urgencias de un   presente que nos llega repleto de “maletas”. Y de  sus desorientados dueños, que somos todos.

Ucrania, Zaporiyia, centrales nucleares… muertos…cenizas…desolación…

Suenan por doquier las alarmas en la superficie del planeta y en nuestra conciencia adormecida. Suenan, incesantes, bajo un cielo inalcanzable y una tierra sin  cobijo, ni casas… Ni apenas unos pocos oídos receptivos al  sutil mensaje que se desliza por nuestros adentros; en ese rincón del Alma donde habita el Buda, el Iluminado o el Despierto, que espera SER  en nosotros.

Y aquí estoy, ante mi confesión, treinta años después de un ayer jamás olvidado; de un suceso de difícil encaje en el tiempo, por si pertenece al pasado o al porvenir, cronológicamente entendidos. O si pertenece a la intemporalidad del Alma y la consciencia… O a ambas dimensiones.

Cómo llamarlo..., cómo definir algo que no está hecho para ser razonado ni  comprendido, sino para ser vivido en cuerpo y alma por quien lo recibe, y hacerlo sin palabras. En la mudez, que es hija del sobrecogimiento.

Así lo viví, y así permanece impreso y silenciado en mí décadas después: vivo, como en un eterno presente mantenido desde entonces, que hoy se hace letra en mis manos… Y quién sabe si también profecía.

Aquel era un día más en mi vida cotidiana. Estaba solo en casa, sentado y en estado de meditación; íntimamente recogido y sin expectativa alguna…

De pronto, aparecí en un paraje que, juzgado desde el aquí de la vida normal que incluye tanto la actividad como el entorno donde tiene lugar, habría que definirlo como “de otro mundo”. Sin embargo, en él yo me sentía en “mi mundo”…, aquél era mi sitio y mi realidad, y no un lugar extraño al cual hubiese accedido. Era mi tierra, mi hábitat…, solo que muy cambiado y apenas reconocible. Lo conocía desde siempre; desde antes, cuando era hermoso y estaba habitado y vivo… Y yo sabía  qué había ocurrido para acabar así…

No era una visión. No era una escena y yo un simple espectador. No, yo no me observaba desde afuera; yo era el ser vivo que vivía y tomaba conciencia de  esa situación. Yo era aquél personaje.

Y esta era la situación:

Estaba de pie. Solo, en medio de un paisaje desnudo. Envuelto en una atmósfera oscura tirando a color marrón, al igual que el suelo cubierto de  polvo denso como ceniza. Sin árboles, ni casas…, salvo alguna ruina. Sin personas. Sin vida… Solo desolación y una profundísima tristeza.

Era cuanto había dejado tras de sí una explosión nuclear ocurrida en las inmediaciones del Mar Negro que afectó a gran parte del Planeta, provocando una gran mortalidad y un estado de shock general. Nadie me lo contó, yo lo sabía… No me preguntes cómo o por qué lo sabía, pues no tengo respuesta. Pero lo sabía.

Escenario a  día de hoy, treinta años después. Inmediaciones del Mar Negro: Ucrania, Zaporiyia…, nucleares…  Imposible no caer en la cuenta de las coincidencias y en la existencia de un porqué  oculto tras ellas  que invita a la reflexión y a  preguntarse: ¿Fue mi experiencia de entonces una profecía anunciadora del presente que vivimos y de su fatal desenlace…, o se trata de un aviso del riesgo para ser evitado? ¿Estamos aquí para vivir el holocausto, o  para impedirlo?

Pues bien, esta es la cuestión. Y no se trata de adivinar el resultado, sino de decidir cuál queremos: si holocausto o Vida Nueva, pues tal es  nuestro poder y responsabilidad como expuse  días atrás en el video titulado “Por un Mundo Nuevo” (a tu disposición en mi web) en el que afirmo que existimos en un Universo donde coexisten  incontables futuros, todos ellos posibles, y que somos creadores de nuestra realidad. ¿Recuerdas?

Por tanto, cualquiera de ambas alternativas puede hacerse realidad. Y ésta, la realidad o resultado, depende de nosotros…; lo cual, dicho con algo de ironía y bastante de preocupación, no es muy  tranquilizador que digamos y, más bien, preferiríamos que alguna divinidad se ocupase de ello.

Sí, amigos. La verdad es que “no somos de fiar”, dado el condicionamiento que pesa sobre nosotros por causa de nuestra fe; de nuestras creencias basadas en el pecado, la separación, la culpabilidad y el inmerecimiento de lo “bueno” contenidas todas ellas en la idea del “pecado original” que nos expulsa del Paraíso y de Dios, y justifica la necesaria experiencia del castigo reparador, como precio a pagar a cambio de un bienestar presuntamente inmerecido. Una auténtica bomba que viaja con nosotros, invisible, pero de efectos demoledores.

Esa es la condición tácita, convertida en dogma y doctrina, que pesa sobre el alma y condiciona nuestros actos bajo la premisa de que “no hay bien sin sacrificio a cambio”. Una bomba, en verdad,  de la que el patriarca Abraham, proclamado “padre de la Humanidad”,  es fiel testimonio; no el único de la historia, pero sí el más destacable. Y a ella hace referencia el título de mi presente  artículo (La bomba va en nuestra maleta) que paso a explicar.

Verás… “No hay bien sin sacrificio a cambio”. Un dogma social de extendida y variable aplicación, siempre aflictiva. Y ahora, rememoremos la historia de Abraham en su más llamativo y esencial episodio, que es el relativo al sacrificio de su hijo Isaac; es decir, a su inmolación o muerte… Así de tajante y brutal. Sin eufemismos ni adornos semánticos. Ojo…!

Sí, amigo… Piénsalo. ¿Lo harías tú?

Lo sé. Conozco tu respuesta, idéntica a la mía: “qué disparate, por dios… a quién se le ocurre semejante barbaridad.  ¡Nosotros daríamos nuestra vida por salvar la suya!”.

Sin embargo, hemos de saber que Abraham no era peor ni diferente padre que nosotros. Él solo fue un ejemplo o un espejo en el que la Humanidad pudiera contemplarse y conocerse. Un prototipo del ser humano condicionado por sus creencias o fe que se concretan en la idea del “pecado original” y sus derivadas, antes comentado. ¿Cuál era la creencia de Abraham? Abraham creía que tenía que sacrificar a su hijo para demostrar su fidelidad a Dios, sencillamente. Es decir, para conseguir y conservar la amistad con Dios o sentirse amado por Él, que es un preciado bien -si no el mayor de los bienes- del cual no se sentía merecedor… y por el que tenía que pagar. ¿Comprendes?

Añade ahora a tu comprensión anterior el hecho de que Abraham fue proclamado “padre de la Humanidad” según la referencia bíblica, lo cual significa que todos somos descendientes e “hijos suyos”; es decir, “de su misma naturaleza y especie” como el hijo de un gato es otro gato y, en consecuencia, portadores como él de sus mismas pulsiones psíquicas entre las que destaca ese “instinto sacrificador” que nos hace concebir la necesidad de un “mal” previo o inmediato,  para alcanzar un “bien” posterior.

Y para terminar, añade también el que todos llevamos en el Alma un Abraham al acecho, susceptible de ser despertado ante la intuición o el deseo o el anhelo de un “bien”, de una calidad de vida; de una Vida o un Mundo Nuevos infinitamente mejores que lo actual que nos oprime, nos  pesa y que  sentimos decadente, agotado  y “malo”.  Ponte, pongámonos en esa situación… Y ante tal situación, hemos de saber que nadie, ninguno de nosotros se cree ni siente  merecedor de dicho bien; porque nadie se siente “el justo” de las escrituras sagradas en quien Dios se complace, sino el del “pecado original”, ofensor de aquel mismo Dios.

En tal caso, ¿Crees posible que surja en nosotros esa  “predisposición instintiva a favor de  pagar un precio por ello”, o la aparición del Abraham que llevamos dentro?

No lo dudes. Es sencillamente inevitable dado nuestro condicionamiento: simple intervención del “piloto automático” que nos arrastra si soltamos las riendas del vivir y la consciencia, que es nuestra disposición habitual…

¿Comprendes ahora por qué digo que “no somos de fiar”? Mis palabras no están basadas en la falta de méritos humanos, de talentos o de  capacidad, sino en la influencia de los condicionamientos psíquicos o creencias que recaen en él convertidas en fe, en doctrina y en dogmas que generan y sostienen el mencionado  “piloto automático” y la vida repetitiva y sufriente.

Y aquí estamos. Ante un escenario real y presumiblemente anunciado con antelación, que contiene dos alternativas, a saber: Holocausto o Vida Nueva. Mas,  justo ahora descubrimos que en un rincón del Alma las consideramos juntas y unidas: una  es la deseada, pero a resultas o como consecuencia de la otra que juzgamos necesaria y sin la cual la primera no sería posible. La deseada se llama Vida Nueva, y la necesaria para alcanzarla: Holocausto. Sacrificio brutal derivado del “pecado original” inventado por el Hombre, pero falso e innecesario desde la mirada de Dios, Creador de la Vida como un acto o historia de Amor que hace inocente a todo lo creado y heredero de la Gloria.    

Brutal, sí. Pero a la vez, simple y triste conclusión del dogma que nos domina: “No hay bien sin sacrificio a cambio”. Una bomba que viaja con nosotros más potente que cualquiera otra nuclear, sin cuya desactivación previa no hay ni habrá jamás un refugio, ni garantía de paz en la Tierra, ni salud, ni vida auténtica.

Escribo estas líneas sobrecogido; bajo la impresión de las imágenes resultantes del reciente bombardeo sobre algunas ciudades ucranianas, que te dejan sin aliento ante tanta barbarie, tanto dolor…, y tanta locura.

Me duele la vista y me duele el Alma ante lo que está pasando, y me pregunto cuál es la oportunidad que acompaña a las tragedias, si la hay; o  dónde están los dientes blancos que señalan el “refugio”, y cómo entrar en él y quedarse allí  para siempre…, en recuerdo y como revitalización de un antiguo y nunca desaparecido sentimiento humano, recuperado y convertido ahora en nueva esperanza... Algo maravilloso, como un  nuevo y definitivo bautismo que borre en nosotros todo rastro del “pecado original” y nos remita al estado de comunión y la inocencia de todo lo creado que un día se llamó Paraíso;  convertido ahora en una íntima certeza registrada en el corazón, en una “Presencia”, que hace de los seres  humanos “refugio” de sí mismos…

… Y de éstos, un ámbito de compasión donde cabe todo lo demás.

Félix Gracia (Octubre 2022)

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