Días atrás, ha sido aprobado en España un Proyecto de Ley de Protección a la Infancia, que todos celebramos. Un hito, un acto de justicia, un deber moral y una necesidad a los que me adhiero de corazón.

Con tal motivo, he creído oportuno traer a este espacio un artículo escrito por mí y publicado en el año 1989 con el título “Salvad a los Niños”, que fue premiado por el Ministerio de Asuntos Sociales entonces, y hoy sigue siendo actualidad…

Estamos encaminados, pero el camino es largo y estrecho…

Vivimos en un mundo de falsas evidencias, de sombras que encubren las realidades. Otorgamos rango real a lo que sólo es una ficción y, al igual que aquellos personajes de la cueva platoniana,  configuramos  nuestra existencia basados en dicha impresión. La propia felicidad, tan valorada, se basa en el acomodo y en el aprovechamiento de ese “sistema” que se estructura sobre las sombras, y no sobre las realidades. Nadie sospecha que tras la apariencia de lo visible pueda esconderse otra realidad, y sólo la mera sugerencia de dicha posibilidad es interpretada como ganas de buscar los “tres pies al gato”. Para la mayoría, las cosas son como son y lo demás son elucubraciones y ganas de complicarse la vida inútilmente.

LA CIENCIA DE LAS ANALOGIAS

Por eso, cuando la vida de alguien se altera dando la sensación de que los asuntos humanos van a la deriva, nadie ve en tales sucesos el anuncio de que es su Yo interno  lo que se resquebraja, buscando con la proyección de imágenes al exterior el dar a conocer su drama. Por eso cuando dos pueblos se destrozan en guerras estúpidas, no acertamos a ver en ello la proyección de nuestros propios conflictos y luchas internas. Y nos llenamos la boca con frases de repulsa contra la violencia, mientras seguimos vacíos de amor… Creemos que el daño del otro es sólo suyo –al igual que su miseria– y levantamos orgullosos la cabeza sintiéndonos perla entre la basura de los demás, sin sospechar que la suciedad que apreciamos en los otros pueda ser –¡qué disparate!– la proyección de nuestros trapos sucios escondidos en lo más profundo de la consciencia. Y queremos cambiar el mundo de fuera sin hacer nada por mejorar el de dentro, porque no queremos ver que el uno y el otro son idénticos, que lo de arriba es como lo de abajo y lo de dentro como lo de fuera.

Cuando la Humanidad de otros tiempos vivía su infancia evolutiva, el Hombre entendía el lenguaje de los símbolos y comprendía que, a través de ellos, la Divinidad se hacía presente. Todo parecía formar parte de un engranaje preciso, sin desconexiones entre las partes. Y el Hombre sabía también que la custodia de los dioses sobre los humanos  era permanente, prolongándose más allá de la vigilia hasta la nocturnidad de los sueños. Sabía que la respuesta intuitiva para su problema, encontrada al despertar, era fruto de la inspiración divina. Los procesos mentales permitían descubrir la analogía entre los símbolos y su propia conducta vital, como si aquellos fuesen frases precisas o imágenes anticipadas de un cierto devenir.

Las tres cuartas partes de la superficie de nuestro planeta está cubierta de agua y tan sólo una de tierra. Esa misma proporción se repite en nuestro cuerpo físico. Pues bien, cuando decimos que las conductas humanas están fundamentalmente promovidas por los sentimientos, las emociones y los deseos, pocos son los que reparan en el matiz analógico que hace verosímil esa relación. Pocos son los que aciertan a ver en las aguas el equivalente físico de la parte emocional del ser y, por tanto, allí donde haya aguas habrá sentimientos, emociones y deseos en la misma proporción. Si ello es así, es evidente que cuando las aguas bajan contaminadas es porque también los sentimientos humanos están corrompidos. La Humanidad ha alcanzado una fase en su proceso evolutivo en la que no percibe el lenguaje callado de los símbolos, habiendo perdido la intuición de las analogías. Esa intuición que permite conocer la esencia de lo no visible a través de la observación y comprensión de lo que está cerca; esa chispa que descubre el mundo interior de los hombres con sólo ver cómo es el mundo de fuera.

LA VISION DE LOS HECHOS

Estamos en plena era de la comunicación. Antes, las experiencias personales eran patrimonio exclusivo de quien las vivía, pero ahora todo cuanto sucede a un individuo pasa a ser experiencia conocida por el resto de sus congéneres, cualquiera que sea el lugar en que habiten. Las noticias se propagan casi en el mismo instante en que se producen, de manera que ya no hay secretos entre los humanos. Y todo se hace tan cotidiano, tan familiar por lo repetitivo, que uno se torna insensible ante la noticia, sea cual sea. Ya nadie se escandaliza por nada pues todos hemos perdido la capacidad de asombrarnos. A lo más que llegamos es a tomar una fugaz conciencia del hecho sin que haya tiempo para más, porque inmediatamente surge otro impacto ante nuestra atención que borra el anterior. Lo hemos visto y oído decenas de veces. Pueblos que se matan entre sí y otros que mueren de hambre hacinados en el desierto; niños sin casa, sin pan, sin vida… con tan sólo moscas bebiendo en sus ojos grandes, que atraviesan el alma. Docenas de veces hemos sido testigos alejados del dolor, de la injusticia y de la muerte. Y cada imagen repetida apenas ha servido para recordarnos que aquello seguía vivo, pero no nos ha levantado del sillón. Es como si no guardara relación alguna con nosotros y, por si acaso la tuviera, hemos desarrollado un mecanismo de defensa excelente que se basa en la delegación de responsabilidad hacia otro, sea éste una persona o una entidad. Todo resuelto: aquello tan molesto pasa a ser responsabilidad de otro y que éste resuelva. En todo caso llegamos, como máximo ,a hacer una asignación económica en beneficio de la deseada solución con la que, al mismo tiempo, tranquilizamos nuestra conciencia.

Responsabilizamos a los gobiernos, a las organizaciones y a los poderosos exigiéndoles a todos ellos que resuelvan los conflictos, que restablezcan la paz allí donde hay guerras, que creen riqueza donde sólo habita la miseria, que lleven la alegría donde reina el dolor. Que construyan, en definitiva, un mundo feliz en la calle, como si eso fuese posible si antes no hemos creado esa armonía dentro de nosotros. Como si fuera de nosotros pudiera existir algo que no habite, al mismo tiempo, en nuestra mente y en nuestros corazones.

Y así sucede que, por más que exigimos un mundo mejor, el mundo sigue siendo igual. No importa que las dotaciones presupuestarias de los Estados nacionales aumenten, pues no se puede instaurar la paz a golpe de dólares ni implantar la solidaridad por decreto. Y continúan las guerras, el hambre y la explotación de los débiles.  

LA LEY DEL PROGRESO

El término progreso es una especie de tabla de salvación gracias a la cual todo parece tener justificación; un protector especial que tiene, a la vez, la propiedad de hacernos insensibles a los impactos de y para el corazón. El progreso actúa como una ley confrontadora de intereses donde unos tienen que sucumbir para que otros prosperen y, de este modo, el “sistema” que propugna el progreso establece determinadas reglas de juego que definen tanto lo que es lícito como lo que es deseable, incluso; creando al mismo tiempo un criterio de valoración que encuadra todos los órdenes de la vida de manera que el individuo “sabe” o debe conocer –desde su nacimiento dentro del “sistema”– lo que es importante y lo meramente secundario. Practicar y defender las premisas morales del “sistema” es garantía suficiente de progresar con él, mientras que entrar en conflicto moral con tales premisas es sinónimo de inadaptación, de navegar contra corriente…, que hace sentirse a uno mismo  impotente, manipulado y arrastrado hacia allí donde su sensibilidad rechaza. ¿Qué nos está pasando? Somos  capaces de sentir en nosotros el problema ajeno y, sin embargo, nuestras conductas permanecen ancladas en los dictámenes del “sistema”.

Producir, consumir, vivir más cómodos, alargar la vida, conseguir más placer y hacerse más rico, parecen ser los valores más preciados y sugeridos. Y quienes en su actividad lo consiguen  son premiados, enaltecidos y adorados. Existe una corriente imparable que demanda satisfacciones con las que agradar el hedonismo reinante, y se estimula el consumo de todo cuanto proporciona placer al ego, y se arrinconan las demandas espirituales del Ser. Se crean adoradores del mundo incapaces de ver, a través de las vendas del progreso que cubren sus ojos, ninguna otra realidad que no sea la material. Y se habla mucho del átomo y de la conquista de los espacios estelares y poco de Dios. O del espíritu, que vine a ser lo mismo. Y no me refiero estrictamente al hecho de <<predicar>>, sino al de <<hacer>>. No denuncio, por lo tanto, la falta de voces que hablen de valores inmortales, sino la carencia de estímulos que permitan a la vez el desarrollo espiritual de los hombres. Sospecho que hemos creado un mundo en el que sólo aquello que favorece el desarrollo del “sistema” puede prosperar mientras que todo cuanto supone un cambio, todo cuanto pretende incorporar valores no incluidos en el mismo, está condenado a muerte desde el instante en que nace. No importa que no nos demos cuenta: sucede de todos modos. Y quizá no lo apreciamos porque el proceso no es del todo evidente, no es claro, sino que discurre por otros caminos y, únicamente la interpretación de los símbolos puede descubrirlo a nuestros ojos.

En una ocasión, el académico Jordana de Pozas dijo que la suerte y trato de los niños es el signo más cierto del rumbo político y social y del nivel económico y ético de los pueblos. Y los pueblos, efectivamente, han puesto de manifiesto determinados ideales culturales en función del trato infringido a los niños. Hoy sólo quedan en el recuerdo histórico los sacrificios de niños a los dioses para calmar su cólera, como exigía el culto al dios fenicio Moloch. Atrás queda, igualmente, el recuerdo de la ceremonia egipcia en demanda de fertilidad para sus tierras que exigía ahogar una niña en el río Nilo para que éste se desbordara, convirtiendo en fértiles las arenas secas del desierto. O aquella leyenda que narra cómo el rey Aun ofreció en sacrificio a sus nueve hijos al dios Odin a cambio de seguir gobernando toda su vida. Lejos está la práctica de los espartanos que sometían al juicio de la asamblea de ancianos la utilidad de sus hijos recién nacidos, siendo arrojados a las simas para alimento de las fieras cuando eran rechazados. Olvidada está también la práctica del pueblo chino de arrojar a las niñas a las puertas de las ciudades cuando, a la llegada de la noche, eran acosadas por los lobos… Es como si nunca hubiesen ocurrido tales sucesos y, en todo caso, tan sólo sirven para confirmar, ante nuestros civilizados ojos, la barbarie de nuestros antepasados. Y hasta es posible que esa observación sirva para congratularnos de nuestro propio progreso. Hay que ver cuánto hemos mejorado. ¿Quién puede hoy contar algo parecido? Todo lo contrario. Hemos creado una sociedad que respeta por igual a pobres y a ricos, donde todo el mundo puede expresar sus ideas libremente y hasta decidir quién ha de gobernar. Una sociedad que, para colmo, ha establecido determinados códigos que recogen los derechos de todos los seres humanos, ¡también de los niños!. No tenemos, pues, por qué preocuparnos. Está todo atado, previsto y legislado. No se puede matar, no se puede robar, no se puede maltratar a los niños. Pero se sigue matando, se sigue robando y se siguen echando los niños a los lobos, sólo que ahora estos lobos han cambiado de aspecto y son difíciles de reconocer. Y es que hay cosas que no se pueden imponer por decreto.  

¡NO TOQUEIS A LOS NIÑOS!

Dicen las estadísticas que la edad media en los países subdesarrollados es de 21 años, mientras que en el resto alcanza los 33. Es decir, eso que llamamos progreso no incentiva el nacimiento de nuevos seres. ¿Acaso tememos que no haya bienes para repartir entre más personas o es que no queremos ver disminuida nuestra porción actual? De este modo y, según esas mismas estadísticas, para el año 2025 –y espero que los apocalípticos nos permitan verlo– casi la cuarta parte de la población mundial superará los 64 años, lo cual es “alarmante” si tenemos en cuenta que en la actualidad tan sólo el 10% alcanza esa edad. No le demos más vueltas. El proceso de envejecimiento poblacional es un hecho y, no exclusivamente por el avance de la Medicina, que ha logrado alargar la vida, sino fundamentalmente porque se dan menos nacimientos en el mundo <<civilizado>>. Eso parece preocupar a los gobiernos de los países pensantes hasta el punto de poner en marcha los correspondientes mecanismos correctores, como el de incentivar en algunos países de Europa para que tengan más hijos mientras se intenta, por todos los medios, disminuir los nacimientos en el África negra. Y no quiero parecer tendencioso, pero me parece que los motivos por los que se pretende actuar selectivamente no tienen nada que ver con el deseo de proporcionar mejores hogares a los nacidos, sino el de mantener una población que garantice la continuidad del “sistema”. O lo que es igual, que garantice el progreso; y eso no está, obviamente, en manos del tercer mundo. En aras del progreso y la civilización quizá se esté desarrollando la más descarada actividad racista que encubre, al mismo tiempo y usando frases humanitarias, el mayor de los genocidios de la Historia. ¿Acaso un niño etíope es distinto a otro francés, o español o alemán? ¿Con qué derecho los hombres del mundo civilizado establecen diferencias allí dónde el Creador no las puso?¿Por qué no se les facilitan los medios para crear unas condiciones de vida similares a las de las sociedades opulentas para que puedan vivir cuantos niños nazcan, en lugar de impedirles nacer bajo el pretexto de que no tienen pan para repartirse? Ya sé que soy un utópico y un idealista, ya sé que el “sistema” propugna otras ideas y que se estimula la creación de riqueza, no para ayudar a más gente con ella, sino para tener más poder. Ya sé que lo importante es producir al menor costo posible, y que a partir de un nivel de producción determinado –muy bien conocido por los planificadores– se invierten las tasas de productividad, ya que a mayor producción hay un menor beneficio. Ya sé que los excedentes de bienes producidos provocan una caída de los precios en el mercado y que los productores de tales excesos optan por destruirlos para mantener los precios –y con ello sus beneficios–, aunque eso suponga privar a otros del consumo de un bien necesario. Ya sé que el principio que rige la Economía es el de la productividad y no el de La solidaridad. Sé todo eso, pero a un idealista como yo seguramente se le perdona la evocación de un sueño donde los valores están invertidos; donde importa más una boca hambrienta que una cuenta corriente, donde conmueve más un rostro infantil cubierto de moscas que la curva de natalidad de futuros consumidores, donde el objetivo no sea actuar por conveniencia, sino por solidaridad. A un idealista se le permite, incluso, soñar un mundo feliz.  

LOS HIJOS DE NADIE

Una de las lecciones mejor aprendidas por el Hombre es la de cubrirse con la máscara de La conveniencia, o de la oportunidad. De esta manera se ocultan las más bajas pasiones y las actividades más perversas bajo la apariencia de  honestidad. No es extraño, pues, que la sociedad parezca coherente con sus propios dictados y hasta cierto punto honesta: ya se preocupa ella misma de justificar con palabras cuanto no tiene justificación con los corazones.

Mientras tanto, en la calle, siguen sucediendo cosas. Y nos llega la noticia de la existencia de redes internacionales que compran niños en países subdesarrollados –y a familias aún más necesitadas– para convertirlos en materia prima humana abastecedora de centros de órganos para trasplantes. No se nos cuentan los detalles –¿habrá que agradecer tan humanitario gesto? – de si los niños <<materia prima>> tan sólo ceden un órgano no esencial que les permite seguir viviendo o, por el contrario, son cuerpecitos repartidos para alargar la vida a muchos que la pueden comprar. Otros, en cambio, prefieren al niño vivo, lozano y fresco, para convertirlo en materia de placer dando lugar a prósperos negocios que facturan millones de dólares por todo el mundo. Tienen una vida corta –apuntan los detalles– pues, desde la prostitución forzosa son conducidos a las drogas y a la muerte prematura. Otros –no se retire, amigo lector– quizás tienen más suerte, pues el aborto impide que siga esos mismos pasos de sus compañeros. Eso sí, los fetos serán utilizados en la fabricación de determinados cosméticos y, lo que pudiera haber sido un niño mugriento y desagradecido con pocas esperanzas de vida, se convierte –¡Oh maravillas de la Ciencia! – en células rejuvenecedoras para el cutis de una dama bien alimentada. Otros muchos, que consiguen nacer y aún sobrevivir, tal vez se vean convertidos en soldados o en guerrilleros, a la temprana edad de 10 años; o en profesionales de la mendicidad apostados en los semáforos de las grandes ciudades, lejos de su tierra y con una alimentación miserable a cambio de eternos días de frío y de infinitas soledades…

Podría seguir mi relato añadiendo situaciones de malos tratos, de vejaciones y de hambre. Podría hablar de lugares precisos y de números exactos para rellenar la ficha, pero prefiero no hacerlo. Basta para mis propósitos con la denuncia de lo que está pasando.

ESTAS CONDENADO

En 1965 hice el servicio militar y, por sorteo, me correspondió la 9ª. Región. Así pues, el campamento San Viator, de Almería, fue mi primera casa militar por espacio de tres meses. Me gustó la tierra, árida, desértica, pero no tanto mi debut como recluta. Llegamos, tras un interminable viaje en tren y me encontré con La sorpresa de que el Batallón al que fui destinado estaba castigado a<<perolas>> desde hacía dos días, por alguna falta cometida por los anteriores soldados. Pregunté y se me contestó que eso significaba que, después de la comida y de la cena, teníamos que limpiar las perolas de la cocina entre todos los soldados del castigado Batallón. Huelgan las consideraciones sobre lo injusto del castigo pues, simultáneamente, un Cabo  jovencito nos ilustró sobre los <<derechos>> del recluta enunciando su Artículo1º: <<El recluta –expresó lacónicamente– por el mero hecho de serlo, será severamente castigado>>. Me arrepentí de no haber hecho las llamadas “milicias universitarias” según me correspondía, pero ya no había remedio. Así, después de cenar tomé mi ración de perolas –seis, enormes, pues no en vano aquel campamento albergaba a varios millares de soldados y por lo tanto se necesitaban muchas y grandes perolas para guisar– y fui en busca del agua… No había agua. Aquello era Almería y no Galicia. Las perolas se limpiaban frotando arena del desierto hasta dejarlas brillantes como un espejo. El Cabo de cocina daba el visto bueno o te las rechazaba. Al segundo intento superé la prueba y me fui a dormir. Eran las dos de la madrugada y había aprendido mi primera lección.

Han pasado los años y tengo la impresión de que la vida, el “sistema”, se comporta en muchos casos como aquel campamento de mi juventud, no faltando el<<batallón>> castigado. Nacemos y, la sociedad nos acoge con una mala noticia: nuestros antepasados <<pecaron>> y nosotros tenemos la mancha condenatoria de dicho acto. Nacemos en “pecado” mortal y, por lo tanto, condenados. Creíamos acceder a un mundo maravilloso y feliz y resulta que hemos ido a caer en el batallón castigado a perolas. No importa que el recién nacido no sea consciente del fenómeno, pues siéndolo sus padres –aunque sea de manera inconsciente y a través de la cultura heredada– el niño nacerá con esa percepción. Es cierto que existe un mecanismo para borrar aquella mancha –el bautismo–,  pero no durará demasiado su felicidad pues todo el sistema refuerza la idea  del pecado y le hará sentirse pecador con la amenaza de la condenación eterna, por culpa de un solo acto. Al igual que aquel joven Cabo  respecto de los reclutas, tenemos la convicción de que el ser humano, por el mero hecho de serlo, es un pecador y, por lo tanto, un condenado.

MALVENIDO A CASA

Los malos tratos, la explotación sexual, las vejaciones, la marginación, el hambre y el abandono son pruebas evidentes de que los niños no son bien recibidos en este mundo. No importa que nuestros hijos y los del entorno estén tratados adecuadamente pues, mientras un solo niño sea despreciado por el mundo de los adultos, podremos seguir pensando que aquellos seres que quieren empezar a vivir no son acogidos por el mundo de los ya establecidos en él. Y tal vez esa explotación sádica de los pequeños que arruina su vida nada más comenzar, no sea el peor de los males que les reserva el mundo de los mayores, pues, si a pesar de todo consiguen sobrevivir, no podrán impedir crecer bajo la severidad de unos principios que les hace reos de pecado y perdición. No encontrarán estímulo suficiente  en la sociedad; ni una sola frase que realce su dignidad, su rango espiritual eterno, consustancial al Padre. Por el contrario, se le hará sentir pequeño, enano, pecador, indigno de todo… pero que puede ser salvo  gracias a la misericordia de un Dios finalmente dispuesto a perdonar, de un dios que se ofende, que se irrita y que castiga. Un dios pequeño, medido con la regla de los adultos que no han crecido más de lo que es el suelo que pisan.

LO QUE HAY DETRÁS DE LOS HECHOS

Alguien puede pensar que no es para tanto o que, en definitiva, se trata de meras actuaciones puntuales que a lo sumo revelan el escaso sentido humanitario de ciertos colectivos. Pero no es así.

En el número anterior de Más Allá publiqué un artículo bajo el título <<El despertar de la conciencia>>. Quienes lo hayan leído habrán comprendido que, cuando nace un impulso nuevo en el ser humano, cuando su conciencia se expande hasta otro nivel de comprensión más amplio, todos los impulsos existentes en la psique del individuo que configuran su personalidad, se rebelan contra él, temeroso de perder la seguridad que les daba su posición anterior. El impulso nuevo, el recién nacido, es contemplado como un revolucionario que va a alterar el sistema establecido conduciéndolo hasta otra posición distinta. Y precisamente ese temor a lo desconocido hace que lo <<establecido>>se rebele contra el inductor del cambio, intentando eliminarlo. Se trata del personaje de la cueva platoniana al que aludo al principio de este artículo, al emisario de la luz,  muerto a manos de sus compañeros partidarios del no-cambio.

Pues bien, esos niños que maltratamos, esos niños que convertimos en donantes forzosos de órganos, esos niños a los que obligamos a prostituirse, esos niños que mandamos a la guerra, esos niños que no dejamos nacer, esos niños a los que pegamos y convertimos en obreros, y les negamos el pan y la vida; esos niños a los que amenazamos, insultamos y educamos para que sean como nosotros somos; esos niños a los que no ayudamos a crecer desarrollando su inmensa potencialidad… Esos niños, son la luz descubierta por los mayores, la semilla de un nuevo orden, de un mundo nuevo que intenta formarse sobre los restos del anterior; la expresión del impulso revolucionario que va a alterar los valores caducos en aras de un mundo mejor. Esos niños son, en el lenguaje de las analogías, la luz que anuncia un nuevo orden, el personaje que salió de la cueva y descubrió el mundo de la realidad frente al de las sombras en el que habitaba. Esos niños son nuestras ansias de cambio, de progreso espiritual hacia una nueva conciencia. Y esos niños, en su desgracia, representan la esperanza frustrada, el sueño incumplido de una sociedad mejor. Porque los mayores, cómodamente establecidos en su mundo, no quieren cambiar. Porque se sienten bien en medio de sus creencias –al igual que aquellos personajes anclados en la Caverna de Platón– en cuya posición conocida encuentran seguridad.

Un niño maltratado no es, pues, tan sólo la denuncia de un mundo inhumano, sino la evidencia de un mundo inmovilizado, de una Humanidad que se aferra a sus posiciones materiales y rechaza cualquier aventura espiritual. Un niño maltratado es, por mucho que no queramos verlo, el síntoma de una enfermedad colectiva, de un cáncer que ataca el alma.

No es, en consecuencia, cuestión de dotaciones millonarias en los presupuestos para socorrer al tercer mundo o a los marginados de nuestra sociedad, ni tampoco cuestión de códigos legales pues, definitivamente, no se puede cambiar el mundo con dinero ni imponer la solidaridad por decreto. No pidamos un mundo feliz, pues nada se nos dará que no haya sido previamente edificado dentro de nosotros. Si queremos un mundo solidario, empecemos por derribar las murallas que protegen nuestro Yo individual y, si queremos un mundo de paz, aquietemos nuestro espíritu. Y,  si definitivamente queremos un mundo distinto, dejemos de alimentar cuanto sostiene al actual. Acojamos al recién nacido que vive eternamente en nosotros y traigámoslo a la vida, démosle protección y cariño y no le digamos nada de lo que somos, para que no trate de imitarnos; ayudémosle a crecer siendo lo que es y no lo que nos gustaría que fuese; después, cojámonos fuertemente de su mano y dejémonos llevar porque, de seguro, es una flecha lanzada al espacio por un arquero invisible que nos aguarda más allá.

Amigo, si después de mil momentos creemos haber llegado a alguna parte y, al volver cualquier esquina encontramos un niño desnudo, muerto de soledad y de frío, lloremos, pues es nuestro hijo interno, nuestra esperanza de cambio la que se ha muerto.

Félix Gracia.

Noviembre 1989

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