Transcripción literal del audio:

Suena el viento por la entreabierta ventana mientras escribo estas líneas, y su sonido como de flautas múltiples me traslada a la infancia, a aquella casita de piedra cercana a la ermita del pueblo que me vio nacer en tierras aragonesas, y a la vieja acacia crecida frente a la ventana del pequeño dormitorio que compartía con mi hermano.

En invierno, veía sus ramas desnudas recortadas sobre el cielo y el continuo movimiento durante los interminables días de cierzo helador. Sonaban flautas de misterio entre sus ramas y en las rendijas de aquella ventana que no cerraba bien. Desde el exterior, una luna que me parecía blanquísima, proyectaba las sombras dentro de la habitación, y a veces dentro de mí, provocándome inexplicables temores.

Suena el viento junto a mis oídos, y una vez más creo estar viendo aquella acacia en la que en primavera anidaba el jilguero, embestir con sus ramas la débil ventana por donde el cielo entraba a mis sueños… Una vez más me he sentido niño cercano a ti, a tu comprensión y a tu paraíso. Una vez más he sentido el deseo y la fuerza para hablarte desde el corazón.

Te llamo hijo, en singular, pero os hablo a los tres. Desde la profundidad de mi corazón donde duermen mil recuerdos, te hablo. Desde el Amor que nos une aun antes de nacer,  y desde la fraternidad, te hablo. Desde más allá de la sangre que compartimos y de nuestra aventura personal; desde fuera del tiempo y del espacio. Te hablo.

¿Cómo decírtelo? ¿Cómo explicarte que soy tu hermano? ¿Cómo llevarte la certeza de que no es la sangre lo que nos une, sino el Amor que está antes que el Cielo y la Tierra, antes que la luz y los colores, antes que el sonido y antes que tú y que yo? ¿Cómo mostrarte tu verdadera familia y tu identidad? Quisiera encontrar las palabras más claras y hermosas para ofrecerte con ellas el testimonio de lo que tú eres, de tu rango y dignidad. Quisiera conocer el lenguaje del alma para hablarte dulcemente, sin apenas romper el viento con la palabra, y decirte que tú no eres de aquí, del mundo; que viniste a él a realizar una función y yo fui quien te trajo, pero que estás de paso; que tu estancia es temporal  y que tu función es elevada.

Quisiera hablarte del Padre común y único que a ti y a mí nos hermana, y decirte que el origen de todo cuanto hoy ves y conoces, y de cuanto a lo largo de tu vida puedas comprender, es ese Padre de todos: su Voluntad. Todo nace de Él, pues todo cuanto existe es una extensión suya donde su Espíritu permanece. Todo es manifestación del Padre, de Dios, tanto si se trata de una piedra, una hormiga o tú mismo. La Voluntad del Padre es extenderse dando lugar a las infinitas formas de la materia, al universo pleno, manteniendo su esencia en todo lo creado en espera de que un día, lo creado descubra a Dios en sus entrañas; descubra que el Padre vive en él desde el origen de los tiempos constituyendo una unidad inseparable.

Ese es el Plan de Dios: hacer que sus criaturas descubran que Él está en ellas, inmanente, porque al descubrirlo así, Dios se hace real también en la materia. Y este propósito del Padre es lo que te ha traído al mundo; para ello has venido tú: para descubrir que eres una extensión de Dios en la que Él permanece desde la eternidad, un estado de Dios, y cuando realices ese descubrimiento, cuando tu corazón te diga que eres el mismo Dios hecho también Hombre, entonces tú te convertirás en el Hijo de Dios. Recuérdalo, hijo mío. Tu presencia en este mundo no está relacionada con pecados ni con faltas que tengas que purificar. Tú no has venido a la materia para expiar culpas ancestrales pues tu origen no es el pecado, sino el Amor incondicional del Padre,  que le permite hacerse múltiple en sus criaturas sin dejar de ser Uno. Y esa Voluntad suya se hace posible en ti, en tu acción. Eres el “enviado” de Dios que ha olvidado su origen, porque el olvido asegura tu permanencia en el mundo hasta que acabes tu función. Pero tu destino es recordarte en tu semejanza a Dios, y el día en que eso ocurra, Dios se hará consciente en la materia a través de ti, que eres el Hijo de Dios.

Esta es tu identidad, este eres tú y también lo son los demás. No veas, pues, en ellos otra cosa que no sea al Hijo de Dios puro y perfecto como el Padre lo es. No juzgues las apariencias, tan sólo acepta que todo es perfecto en el Plan de Dios, aunque tú no puedas comprenderlo. Que todo es santo.

Y cuando te preguntes qué has de hacer para alcanzar esa certeza que te hace reconocer como Hijo de Dios, recuerda que sólo podrás conseguirla dando a los demás el trato que tan elevada dignidad reclama. Lo que des a otro, a ti mismo te lo das. Recuérdalo siempre, pues, la lógica del mundo te hará creer lo contrario. En el camino hacia la realización del Hijo de Dios que es tu meta, sólo puedes hacer tuyo lo que antes hayas dado a los demás. Descubre, pues, lo que deseas para ti y concédelo generoso a otro. Así lo harás tuyo también.

Has venido al mundo con la alta misión de hacer real en ti mismo al Hijo de Dios, pues con ello llevas la conciencia de Dios a la materia. Esa es tu sagrada función, y también la de tus compañeros. Todos estamos unidos en ese destino común configurando una familia amplísima, incontable, que comparte igualmente el mismo y único sagrado origen. No veas, pues, en ellos rivales o enemigos cuando su actuación aparente ser distorsionadora. No juzgues, tan sólo ve en ellos lo que buscas para ti: el Hijo de Dios amado por el Padre desde la eternidad, inocente de culpa y perfecto como Él lo es.

Suena el viento en mi ventana al decirte adiós. Te ayudé a venir a este mundo para que juntos caminásemos hacia nuestra meta común, convirtiéndonos el uno en maestro del otro y en apoyo moral para los momentos bajos. Hemos compartido juegos, aventuras y sueños. Hemos jugado al padre y al hijo, sin saber que también éramos hermanos. Pero ahora, cuando hemos descubierto nuestra identidad, podremos iniciar el juego más apasionante.

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