Oí el llanto cuando pasaba por delante de su habitación. Me detuve un instante y presté atención. No había duda: Mario estaba llorando. Abrí la puerta lentamente y, despacio, me acerqué a él. Estaba sentado sobre su cama, agachada la cabeza y hundidos los hombros. Sentí un<<click>> en el corazón, como si algo tenue se rompiera. Mario, ahogado en su drama, no advirtió mi presencia. Caminé hacia él, me senté a su lado y le pasé mi brazo por sus hombros, atrayéndole hacia mí. Seguía llorando tristemente y sentí su temblor sobre mi pecho.

     –¿Qué te sucede, Mario? –pregunté alarmado.

Pero él no me contestó. Por el contrario, aún se encogió más e incrementó su llanto. Acaricié su pelo mientras le estrujaba desenfadadamente.

     –¡Venga, hombre! Déjame que te ayude…

Tuve que rogarle varias veces que me hiciera partícipe de su problema y, finalmente, cedió…

     –Es que… –titubeó–, es que me he puesto a pensar en mi comportamiento y me doy cuenta de que no hago más que trastadas; sé que tienes razón cuando me dices que soy descuidado con las cosas –empezó a hablar sorprendiéndome–.Pienso que todo lo hago mal y, aunque me propongo hacer las cosas bien, luego no me acuerdo…, y sigo haciendo lo mismo. ¿Y por eso lloras?  –pregunté más tranquilo.

    –Es que me hace sentirme muy mal… –añadió, sincero.

Sentí una profunda emoción. Mario estaba viviendo una gran experiencia: por vez primera había reflexionado seriamente sobre sí mismo; por vez primera se había observado. Sentí una ternura aún mayor y sonreí feliz sin decirle nada, mientras venía a mi memoria otra situación vivida años atrás, cuando él aún no había cumplido los cuatro. –<<Ven urgentemente a casa. Mario se ha cortado>>–. La voz de mi esposa me asusto más por su tono que por el mensaje en sí. Apenas tardé unos minutos en llegar. Dejé un coche esperando en la puerta y subí a casa sin esperar al ascensor. Me detuve unos instantes antes de entrar y me dije que tenía que serenarme para así poder transmitirle confianza a él. Caminé hacia su habitación y allí estaba él, encogido, sujetándose la mano herida con la mano sana y, ambas, fuertemente pegadas sobre su vientre; tumbado en posición fetal sobre su cama, la misma que hoy vuelve a acoger su llanto. Ya no lloraba, pero temblaba. Temblaba todo su cuerpo pequeño dentro de aquel chándal.  –<<Mira, papá, es Adidas, como el tuyo>>– azul con rodilleras. Sentí su tragedia y su dolor, que a mí me parecieron infinitos, y hubiese querido cambiarme por él. No sé lo que le dije. No sé siquiera si dije algo. Acerqué mi mano a su cara y le retiré el pelo sudoroso, mojado. Le acaricié por todas partes mientras descubría la abrumadora impotencia que me convertía en nada ante su dolor.

Intenté verle la mano herida, pero fue imposible al primer intento. Seguí acariciándole y empecé a hablarle. Poco apoco fue tranquilizándose, y yo también. Finalmente, conseguí separarle la mano tan guardada sobre su vientre. La tenía envuelta en un paño blanco y ya no sangraba. Tenía la yema del dedo corazón prácticamente deprendida.

      –No es nada, Mario. Sólo una heridita que se te curará enseguida. Lo que pasa es que la sangre asusta tanto… –le dije mientras se me encogía el corazón.

Seguíamos hablando y, unos minutos después, salía de su habitación caminando como un hombrecito en dirección a la clínica.

Iba a mi lado. Su mano herida, envuelta en aquel paño blanco, sujeta fuertemente al pecho por su otra mano. Sobre sus hombros, la trenka de pana que tanto le gustaba. Ni una palabra más, ni un llanto, ni una sola queja. Mario era la decisión personificada y yo me di cuenta de ello. Pensé que era un hombrecito y me sentí orgulloso. Por un instante y, mientras caminábamos juntos, me dije que él sería mi sucesor. ¿He dicho sucesor? Pues nada de eso: él sería mucho más que yo. Mil veces lo que yo era. Sentí la paternidad que me inundaba y le dije sin hablar: <<Hijo mío. Yo haré de ti un hombre importante, un gran empresario. Pondré en juego todos los elementos necesarios para que seas el número uno.>> Mario, naturalmente, no se enteró de mis ideas sobre él ni de mi convencimiento. El, aunque compartía casa conmigo, vivía en otro mundo que yo ignoraba. Y le hablaba de mi mundo y le prometía el cielo que yo conocía, sin darme cuenta de que ese cielo mío no cabía en su paraíso, como lo grosero no cabe en lo sutil.

Pero yo era un hombre del Sistema, cómodamente establecido, y creía que fuera de aquello no había nada. Había trabajado duramente y, por fin, tenía un empleo importante, un coche magnífico, una buena casa, prestigio y poder. Dirigía una empresa multinacional desde hacía varios años y contemplaba mi propio futuro con optimismo. Estaba en el cielo material del Sistema y eso mismo era lo que deseaba para Mario. ¡Multiplicado por diez, claro!

Ya habíamos llegado al ascensor y yo apoyaba suavemente mi mano sobre su cabeza mientras pensaba las cosas que le diría cuando fuese mayor. Le diría que la vida es una competición en la que hay que intentar ganar; que el mundo es de los ganadores y no de los vencidos. Le diría que en todas las facetas de su vida tenía que ser el mejor, el número uno. Eso le diría.

El recorrido en coche hasta la clínica lo hicimos sin apenas hablar. Tan sólo le pregunté un par de veces si se encontraba bien, a lo que respondió con sendos movimientos de cabeza y una mirada preocupada. Una vez allí fue atendido por un médico joven y amable, que resultó ser familiar de un amigo mío –<<qué suerte hemos tenido, Mario>>– y que me hizo esperar fuera de la sala de curas. Lo agradecí. Yo no hubiese podido sujetar aquella manita a la que había que reimplantarle una falange en un dedo. Salí fuera mientras Mario quedaba allí sin haber perdido un ápice de serenidad. Me alejé lo suficiente como para no oír su llanto y, mientras recordaba su entereza, me decía que sí, que Mario tenía madera de campeón y que llegaría tan lejos como yo imaginaba. Que sería otro triunfador del Sistema.

De regreso a casa, el coche rodaba con otra alegría. –<<Cuando me pinchaba con la aguja me hacía daño>>–.Yo parecía más feliz que él todavía y elogiaba su serenidad: <<Verás que contenta se pone mamá cuando le digamos que te has comportado como un hombre>>, al mismo tiempo que le prometía un juguete, y el añadía:<<Un famóvil, papá>>, mientras protegía su mano vendada.

        –De acuerdo, un famóvil.

El llanto y la figura abatida de Mario me hicieron revivir aquellas escenas y recordar una parte de mí olvidada, quizá ya inexistente. La expectativa sobre su futuro de hombre importante me pareció perteneciente a otro ser, pero no a mí. En el transcurso de estos años, aquella aspiración paterna se había disipado dando cabida a otra radicalmente distinta, aunque yo no me hubiese dado cuenta. Y, hoy, cuando Mario precisa de mi estímulo, descubro que aquella grandeza soñada se ha desvanecido entre los vientos de la transformación. Ayer le hubiese dicho que un triunfador jamás seda por vencido, que tenía que esforzarse y ser el mejor. Ayer le hubiese dicho que un campeón nunca llora y que él era un campeón. Ayer le hubiese mostrado el mundo que le aguardaba para ser dominado un día por él. Pero el ayer está muerto y hoy mi voz se articula con sonidos nacidos de otra fuente.

        –Y, ¿cómo te gustaría ser? –pregunté mientras mantenía mi brazo sobre sus hombros.

No dijo más. No tenía claro su ideal y yo insistí:

       –Quizá lo que sientes es que no estás conforme contigo mismo, con tu manera de actuar…

       –¡Sí, eso es…! –contestó entre hipos.

       –Bueno, pero eso lo puedes modificar –añadí.

       –¿Te crees que no lo intento? Pero no me sale… –añadió, tristemente.

       –Sí, ya me lo imagino –dije, inundado de una gran ternura–, pero por eso no debes desanimarte, no tampoco censurarte. Todos somos incoherentes, pensamos de una manera y actuamos de otra distinta y, generalmente, siempre pensamos mejor de como actuamos. Y eso no es grave si nos damos cuenta, pues todo ese mundo que existe en nuestra mente y en nuestro corazón, un día se convertirá en acciones también. Tú te preocupas porque piensas que eres de una manera determinada y que siempre eres así, pero si supieras que cada instante que pasa eres distinto a como eras en el instante anterior, ¿te preocuparía tanto cómo eras hace un instante o quizá te importaría más cómo puedes ser en el instante próximo? Fíjate, Mario. Cuando observamos un río, pensamos que es el río de siempre y le llamamos igual a pesar de los años. Sin embargo, ¿verdad que las gotas de agua que pasan por delante de nosotros cuando lo miramos no son las mismas que pasaron antes ni las que pasarán después? El río es distinto a cada instante, a pesar de su apariencia idéntica y aun cuando lo veamos siempre igual. Pues mira, los seres humanos somos como los ríos; en apariencia somos el mismo y, sin embargo, cada instante somos uno distinto. Cada segundo que pasa somos un nuevo ser renacido sobre la apariencia del ser anterior. ¿Qué más da, entonces, lo que fuiste ayer y hasta lo que fuiste hace tan sólo un segundo, si sabes que el próximo instante puedes ser diferente?

        –¿Qué quieres decir, papá? –preguntó más tranquilo.

       –Pues eso. Que tu vida y la mía son como un río renovado a cada instante. Que tú ya no eres ahora el mismo que empezó llorando hace un rato y, de la misma manera que ya no puedes cambiar nada de aquel ser porque ya no existe, sí puedes, en cambio, crear al que has de ser luego. No mires hacia atrás si no es para aprender de la experiencia, ni tampoco tan adelante que quieras ver lo que aún no existe. Mira al presente, la corriente de vida que tienes en tus manos y construye en ella toda la nobleza que hay en ti.

Mario se tranquilizó definitivamente y yo me encerré en mi silencio. Mantuve mi abrazo un momento y sentí que ese instante nuevo compartido con él me acercaba a su mundo, al paraíso creado con sus<<airgamboys>> y con los cochecitos de plástico que tantas veces observé desde afuera, desde una adulta realidad que hoy, unos pocos años después, se ha perdido río abajo.

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