Aún era de noche cuando salí de casa. Y lo hice sin decirte adiós.

Te dije que entraría a tu dormitorio a despedirme, pero no lo he hecho por temor a despertarte. Es verdad, cuando eras más pequeño te acompañaba siempre en el amanecer a este día. Entraba junto a ti a la habitación donde los Reyes Magos habían dejado tus juguetes la noche anterior y, contigo, vivía la ilusión del Paraíso. Después leíamos en voz alta la carta que te había escrito el Rey Melchor y tú asentías gravemente con la cabeza a cuantas recomendaciones te hacía en ella. Tú vivías aún en el Paraíso junto a tus cochecitos y a tus “airganboys” y yo, desde fuera, te contemplaba.

Recuerdo aquel año en la cabalgata de los Reyes Magos, en Alcañiz. Yo me había situado en primera fila y te sostenía en brazos. Tú, apenas tenías tres años y observabas con ojos de asombro la maravilla de luz y de fantasía del acto que, para ti, era completamente real. Pasó una carroza… y otra…, cuando de pronto se hizo el milagro: aquel Rey con la cara negra y turbante azul se inclinó hacia ti desde su trono y te entregó un puñado de caramelos. Tú te quedaste perplejo y paralizado por la emoción y, nosotros –mamá y yo– celebramos jubilosamente la “distinción” que el Mago hizo contigo. Aquel impacto emocional te duró bastante tiempo. Casi tanto como la creencia en los Magos que un día se vio truncada por el comentario revelador de tu hermana Verónica:

     –¡Sé una cosa que tú no sabes…! –Te dijo con una “musiquita” tentadora en su voz.

    –¿El qué? –preguntaste.

     –¡No te lo digo porque mamá me ha dicho que no te lo diga! –contestó Verónica deseando revelar el secreto.

     –¡Qué me lo digas, si no haberte callado! –exigiste con todo el derecho.

     –¡Pues que los Reyes son los papás!

     –¡…!

Allí murió la primera de tus ilusiones. Pero te quedaban muchas más, pues aún vivías en el Paraíso y viajabas por el espacio a bordo de naves imaginarias, y defendías el fuerte americano repleto de “airganboys” del ataque de furiosos indios. Los indios atacaban con tu mano izquierda y eran repelidos por los soldados que manejaba tu mano derecha.

Es verdad. Cuando eras más pequeño yo estaba junto a ti esas horas. Pero, en esta ocasión yo también me he marchado como aquella ilusión tuya. Y he salido muy temprano de casa, acordándome de ti. De tu pregunta formulada anoche –“¿Porqué te vas, papá?” – a la que te contesté con un “porque lo necesito” que tú no comprendiste. Tú ya sabías que iba a ausentarme durante unos días, y lo dabas por hecho. Pero, el rumor de la cabalgata y la magia de la noche de Reyes debió despertar en ti recuerdos dormidos en los que aparezco yo. Y por eso no querías que me fuese. Pero yo no caí en ello como ahora me doy cuenta, y te dejé con tu flamante tabla de “skate” –“¡Mira, papá!, es de importación y me han regalado estas dos pegatinas”– que es más resistente y permite hacer mayores saltos que las otras, según me contaste.

Salí de casa cuando aún dormías. Había mucha niebla y, por ello, levanté las fundas de los faros antiniebla contento de poderlos usar y comprobar su eficacia. Pero, ¿sabes?: no funcionaron. Te aseguro que leí el libro de instrucciones y accioné la tecla correspondiente, pero nada. Me acordé mucho de ti, de tu habilidad con todo tipo de instrumentos. Y de tu pregunta de la noche anterior. Y de la respuesta que no te di.

Mientras circulaba entre la niebla pensaba en todo ello y me decía que cómo te iba a contar que mi alma estaba tan confusa como aquella mañana de niebla y que me iba en busca de un silencio donde pudiera oír mi grito interno. En busca de un aislamiento en el que pudiera encontrarme, sentirme, serenar mi espíritu. ¿Cómo podía explicarte que, desde hace unos días, siento que algo nuevo palpita en mi corazón y que el ruido de la vida apenas me permite oírlo vagamente? ¿Cómo decirte que temo que se me muera si no le presto atención y cuidado? ¿Cómo expresarte que busco la soledad para reunirme con él, para abrigarlo, para quererlo…?

Ya ves, Mario: ¡como cuando tú eras más pequeño y te abrigaba, y te apretaba contra mi pecho! Igual que cuando te alertaba ante los peligros y te guardaba en tus primeros pasos, sólo que esto que ha nacido en mi no tiene cuerpo como el tuyo. Pero es tan frágil como tú fuiste. O tal vez más. Por eso quiero tomarlo, sentirlo, hablarle. Ofrecerle mi cariño, que será su fuerza, y comprometerme a sacarlo adelante. ¿Sabes? Yo lo siento como si fuese un hermanito pequeño con el que no puedes jugar. Pero no te entristezcas, pues, si ese hermanito crece, lo descubrirás en mi y yo seré, como por arte de magia, el mejor compañero de juegos que pudieras imaginarte.

El viaje ha durado casi cinco horas, que no está nada mal teniendo en cuenta las malas condiciones atmosféricas y una parada para repostar –y para coger un par de manzanas del maletero. Hubieses disfrutado. Me acordaba de ti sobre todo en las subidas a los puertos.

¡Ah! ¡no te he contado lo del otro día! Pues verás. Después de comer –un día que no fui a comer a casa– con Luis y con José Antonio, nos fuimos hasta aquel sitio que conocemos en la sierra junto a Hoyo de Manzanares ¿recuerdas?  Pues mira: como había llovido tanto, el camino estaba casi convertido en un barranco –y ya sabes lo pendiente que es– pero le metí la tracción a las cuatro ruedas y subió como si fuese una autopista. ¡Tenías que haber visto la cara de los otros dos! Me dije que volvería otra vez contigo, así que ya sabes…

Como te digo, el viaje lo he realizado bien, a pesar de la niebla que me ha acompañado hasta bastante después de pasar Albacete. De vez en cuando se disipaba y aparecía débilmente el sol, y yo me alegraba porque lo interpretaba como un indicio de la claridad interior que iba buscando. Una vez entrado en la provincia de Murcia, la niebla desapareció definitivamente. ¡Qué luz hay en estas tierras! Bueno…, tú ya sabes que siento algo especial por ellas y quizá no sea objetivo. Siempre que vengo por aquí experimento una emoción que, en algún momento, me ha arrancado lágrimas. ¿Por qué será? ¿Qué tienen estas tierras del Sureste a las que amaba aun antes de conocerlas? Sabes que me siento de todas las partes, pero aquí percibo algo especial, una afinidad grande. Por eso acepté con agrado el ofrecimiento de Narciso para que ocupase su casa de la costa. Y me vine sintiendo que iba al encuentro de algo familiar y querido, evocando un misterioso sentimiento cada vez que leía el cartel que anuncia los pueblos próximos a la carretera. Siempre me sucede lo mismo cuando viajo. Veo los nombres de los pueblos y siento como si los conociera, como si hubiese algo mío en ellos. ¡Y cuántas veces he “viajado” a través del mapa sin moverme de la silla del cuarto de estar! ¡Cuánta fascinación he sentido por los nombres de los pueblos, de los ríos, de las comarcas…! Me sentía viajero por todas las partes y soñaba, algún día, con recorrer a pie aquellos lugares.

Un día lo vamos a hacer; tú y yo nos vamos a marchar a descubrir caminos que sólo existen en nuestro corazón. Y nos abrazaremos a los árboles y sentiremos que nos elevamos con ellos hasta el cielo. Y hablaremos a las flores y seremos brisa entre los juncos, viento que se extiende por los campos…, lluvia que empapa la tierra. Y nos miraremos en el arroyo y descansaremos en las hojas caídas. Y volaremos en los pájaros. Y lloraremos en el rocío… Tú y yo, Mario, tenemos que volver al Paraíso.

La casa de Narciso es de ladrillo blanco y está casi al borde de un acantilado en el que se disuelven las olas. Una especie de avanzadilla de la costa que se introduce en el mar justo enfrente de donde sale el Sol. La casa de Narciso es la primera en despertar cada mañana a la dorada caricia y es, también, la primera en asomarse al baño interminable de las olas. A su costado, un pequeño bosque de pinos crece con los troncos inclinados y allá, a lo lejos, se recortan sobre el horizonte los edificios de La Manga. Todo queda prácticamente a la espalda, pues delante, sólo hay Mediterráneo.

He pasado horas contemplando el mar, oyendo su música, respirando su aroma. Extasiado en el ir y venir de las olas. Para los hombres de tierras adentro, como nosotros, el mar tiene algo que nos subyuga, que nos emociona. ¿Verdad, Mario? Por eso oigo el sonido de las olas abrazando las rocas de la orilla y, aunque no entienda su mensaje, lo percibo, lo siento en mí.

Anoche tardé en dormirme fascinado por el mar de espuma blanca que se formaba entre las rocas del acantilado. Cada vaivén de las olas era un estallido de plata y una melodía indescifrable que llenaba todo el ambiente de susurros y campanillas; de sugerencias poéticas. Entonces comprendí porqué Narciso había bautizado a la casa con el nombre de “La Cantarela”. Y viendo las aguas pensé si el destino de cada una de las gotas, de las incontables gotas que forman el mar, sería llegar hasta la orilla y disolverse en un abrazo a la roca sumisa; perderse entre los poros de piedra y sentirse piedra por un instante y, luego, regresar al seno de las aguas donde existe para, allí, reconocer la fuerza imparable de la suavidad, que es ella misma. Pensé que, tal vez esa gota, aunque parezca igual que las otras, ya nunca se sentirá la misma. Soñé que un día todas las gotas de todos los mares se sentirán piedra, árbol y viento y, aunque las veamos prisioneras en sus cauces, ellas sabrán que están presentes en todo. Sigo sintiendo las aguas y ahora sueño que, quizá, ya estén en todas partes: en las flores, en los pájaros, en el rocío, en el arroyo, en los juncos que mueve el viento y en los árboles que tú y yo abrazaremos.

Finalmente me dormí. Dejé la persiana subida y, al igual que había entrado la noche, también entraría el amanecer en la habitación. Y así fue. No había una sola nube en el cielo que se puso primero violeta, después rojo, luego dorado y más tarde… Más tarde ya no lo sé, pues cerré los ojos y no deseé otra cosa que identificarme con aquello que estaba naciendo.

Toda la mañana la viví en ese estado de comunicación. Miraba los árboles y acariciaba su tronco, sus hojas. Y les hablaba desde mi interior. Todo me sonaba familiar, idéntico a pesar de sus variadas formas. Hasta las piedras en su aspereza estaban vivas. ¿Qué me está pasando, Mario? ¿Puedes tú explicármelo? Por un momento me sentí omniabarcante, presente en todo, fundida mi esencia en cuando veía, respiraba, olía o tocaba. Y allí, al borde del acantilado, con el mar en mis manos, lloré….

¿Crees tú, Mario, que esto que me pasa tiene algo que ver con eso nuevo que siento latir levemente en mi corazón? ¿Piensas que puede tratarse de ese hermanito tuyo, sin cuerpo, que empieza a ver por mis ojos y a tocar con mis manos? ¿Es él? Y, si así fuera, ¿crees que debo sacarlo del Paraíso donde existe y traerlo a mi mundo dividido o por el contrario ser yo quien abandone este mundo y me vaya al suyo? Tú tienes que saberlo, tienes que recordarlo aún, pues apenas era ayer cuando vivías en él y, en verdad, todavía no lo has abandonado del todo. ¿Qué puedo hacer para atravesar definitivamente el umbral a ese mundo recordado del que nunca debimos salir? ¡Dímelo, Mario! Dímelo cuanto antes y entraremos juntos. Dime si es lo que yo sospecho: que ese Paraíso no está fuera de este mundo, que no es un lugar adonde ir, sino una forma de ser. Una manera distinta de ver la vida y de verse a sí mismo. Un sentimiento de globalidad, de Unidad, tan sólo desmentidos por la apariencia de la diversidad. Dímelo…

Hoy se cumple el tercer día de mi estancia en La Cantarela. No hay nadie a mi alrededor, nadie con quien conversar; pero tengo todo, en cambio, para ser percibido por mí. Ha empeorado el tiempo y el cielo se torna progresivamente gris. En unos instantes surge la lluvia por el norte y comienza a desplazarse hacia el sur envolviéndolo todo en una neblina uniforme. El cielo y el mar son ahora una masa homogénea de color gris fundidos en un horizonte difuso. Ha desaparecido la azulada línea que los días anteriores marcaba los límites entre ambos y nada en el exterior recuerda a la luminosidad de ayer. El cielo es distinto y el mar también parece otro, pero tan sólo es una ficción, una de las múltiples formas que adopta la transitoriedad, como tu cuerpo y el mío. Pero y yo no somos algo pasajero, aunque en lo pasajero camine nuestra eternidad. y yo somos la arcilla que adopta múltiples formas en las vasijas, pero nunca deja de ser arcilla.

Mañana regreso a casa y, antes de partir, me asomaré al acantilado, allí donde se disuelven las olas, y hablaré con esa gota que por un instante se ha sentido piedra y retorna, transformada, a la Unidad.

Tú y yo, Mario, somos dos gotas de agua.

Félix Gracia

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