una vida auténticamente nueva

Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí. Descubro en mí esta Ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal que se me presenta” (Epístola a los Romanos 7, 18-21)

Este Pablo que así se expresa no es el discípulo activista de la denominada Didaché Apostólica, y menos aún el Teólogo de la Iglesia surgida de aquella iniciativa inmediatamente posterior a la muerte de Jesús y convertida de facto en los cimientos del cristianismo. Este Pablo es el hombre que habla y se lamenta como Humanidad completa; el  ser humano real, atrapado en un estado psíquico limitante y profundamente aflictivo del que no puede escapar,  conocido como  “estado condicionado del alma”, que es la causa del sufrimiento. Este es el “Pablo persona”: expresión y símbolo de un arquetipo humano que, al igual que aquel Noé que ahora ya conoces, también vive en ti.

Así que mi reflexión y artículo va de Pablo y de Noé. O sea, de ti y nosotros en el tiempo presente. Y de una Ley que a todos nos obliga y condiciona como Humanidad,  al margen de ideologías, a la que Pablo llama: “pecado que habita en mí”. Lástima que la Iglesia católica solo viera en él  un teólogo y no un acertado psicólogo y terapeuta inspirador de un centro asistencial para enfermos del alma, más  necesitados de compasión que de dogmas.

¿Cuál es dicha Ley que tiene naturaleza de pecado?

Responder a esta pregunta nos remite a mi artículo anterior titulado: “EL REGRESO DE LA PALOMA”, alusivo al Diluvio Universal y a la figura de Noé, y a mis últimas palabras referidas a él, que reproduzco a modo de puente con el actual:  

Ahora, solo falta una pieza para que la maquinaria comience  a implantar lo nuevo anunciado; el  elemento fundamental del sistema y punto de inflexión en la historia de la Humanidad y en la vida  personal: se llama Noé, el gestor del Mundo Nuevo.

¿Quién es Noé?

Noé es parte fundamental del Mito y es un símbolo en sí mismo. Noé eres tú, y aquel, y aquel otro… Noé somos todos.

Cada uno de nosotros, abriga en su alma el espíritu  de un Noé que es indelegable…, una chispa de vida conectada a la fuente eterna, un impulso que un día  se sentirá destinado para  conducirnos hasta la  tierra firme donde resucitar como “amigos” de Dios y emprender una vida nueva tras el largo Diluvio de la separación y la culpa.

Noé, al igual que otros patriarcas posteriores a él como Abraham o Moisés, no son personajes históricos (aun en el caso de haber  existido) sino arquetipos, impulsos vivientes presentes en la psique humana, con capacidad para manifestarse  en la vida de cualquiera de nosotros, apenas reciba una señal que, a todas luces,  ya circula…

La paloma  ha regresado  al Arca anunciando la nueva tierra, y Noé comienza a despertar: día primero.

Así pues, la pelota quedó en el tejado de Noé, en su circunstancia personal que habla de un despertar, no fisiológico, sino de conciencia, de un “hacerse consciente”.

Consciente… ¿de qué? De la Ley, de la misma que ha condicionado históricamente  la vida de los humanos y desencadenado este Diluvio y cuantos otros han existido en forma de tragedias, desolación y sufrimiento: de esa Ley a la que Pablo, acertadamente,  llamó “pecado que vive (en mí) en la persona”, y reconocido en otras culturas como “estado condicionado del alma”, que es la causa del sufrimiento humano.  El mismo al que yo me he referido en numerosas ocasiones con el nombre de: “pecado original”, clásico de nuestra tradición desde  Adán y Eva, aunque de significado y consecuencias no bien entendido, pues niega nuestra naturaleza y dignidad real.

El “pecado original”, la supuesta transgresión o incumplimiento del mandato divino que prohibía al hombre comer el fruto de un árbol, que dio lugar a la expulsión del Paraíso  y  la explícita condena de sus autores y de todas las generaciones posteriores a ellos…, sin fin. Un sello en el alma humana y en el código genético, que añade a la explícita condena el registro de impresiones anímicas altamente aflictivas y limitantes, como son  los  sentimientos de culpabilidad, indignidad e inmerecimiento,  e impone el sufrimiento como pago reparador de la culpa. Un complejo y demoledor combinado impreso en el alma de todos, causante de nuestros males y desgracias al propio tiempo que  niega por inmerecido (y salvo el “pago” de un precio por ello en forma de sacrificio o renuncia) el beneficio de lo bueno y gozoso; es decir “pecado brutal” del que nacen todos los demás y eterna fuente de desgracia, pues  impone el mal en nuestra vida y veta el acceso al bien. Ese supuesto suceso  impone y justifica el Diluvio; esa  creencia de los hombres convertida en condicionamiento y en  dogma de fe es la causa de todas las limitaciones y formas de sufrimiento, y no la voluntad de Dios como siempre hemos creído. Y como la tradición sostiene, aún hoy.

Soy consciente de que estas afirmaciones  pueden sonar blasfemas a algunos, pero son totalmente verosímiles en función de nuestro conocimiento y nivel de consciencia actual, muy superior al de nuestros antepasados redactores de los Mitos. Así es mi sentir, del que nacen  estos  interrogantes: ¿Es el “pecado original” una creación del hombre y no un juicio o dictamen de Dios? ¿Nos hemos condenado a nosotros mismos…?

Finalmente, ¿es esta Ley que rige nuestra vida una “ley humana”, conocida y consentida por Dios? En tal caso… ¿quiénes somos nosotros para Él?

La pregunta no pretende ser ingeniosa, sino pertinente, oportuna y necesaria, pues está ligada a la respuesta que pugna por nacer, cumplida ya su milenaria y silenciosa gestación: la NUEVA LEY, como un renovado bautismo sacramental capaz, esta vez sí, de borrar definitivamente el “pecado original” que nos ha mantenido expulsados del Paraíso, viviendo a las afueras del Reino de Dios y privados de su gracia.

Suenan campanas de gloria en los oídos de Noé, que es el nuevo nombre de todos los rebautizados, llamados a poblar desde hoy la nueva tierra.

Día primero … Solemne, íntimo y silencioso a la vez: ha llegado el momento sacramental del bautismo liberador que nos declara inocentes de pecado y libres de condena; y nos incorpora al Reino Familiar de Dios en la Tierra, donde vivir una vida auténticamente nueva.  

Suenan hoy en nuestros oídos, como campanas de gloria, las palabras pronunciadas por el profeta Jeremías hace 2.600 años en nombre de Yahvéh: “He aquí que vienen días en que Yo haré alianza con la casa de Israel y la casa de Judá, no como la alianza que hice con sus padres cuando, tomándolos de la mano los saqué de la tierra de Egipto. Porque esta será la alianza que Yo haré después de aquellos días: Yo pondré mi Ley en su interior y la escribiré en su corazón, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. No tendrán que enseñarse unos a otros ni los hermanos entre sí, diciendo: conoced a Yahvéh, sino que todos me conocerán, desde los pequeños a los grandes, oráculo de Yahvéh, porque les perdonaré sus maldades y no me acordaré más de sus pecados. Así dice Yahvéh”. (Jeremías 31, 31-34) Ante los posibles Noés presuntamente dormidos…

Transcurría el tiempo del Exilio en Babilonia (siglo VI a.de C.) cuando se estableció esta nueva Alianza, o Ley, en sustitución de la antigua inspirada en el “pecado original”, y quedando reflejada como tal en el libro llamado Deuteronomio (literalmente: “segunda Ley”) en  cuya redacción fue sustituido el antiguo  término “yob” (vivir o habitar Dios entre ellos, como un miembro más) por el nuevo concepto “shakan” (que es vivir Dios la vida que viven ellos, instalado en su interior). Verbo éste (“shakan”) esencial, del que se deriva el sustantivo “Shekinah”, que significa “Presencia”. La existencia invisible pero real de Dios en cada ser, viviendo una vida común con él. Como una suerte de acuerdo tácito en torno a una sola y única voluntad, un solo y único Ser cuyo aspecto o forma es de hombre (mujer y varón) y su naturaleza divina y humana: epifanía, manifestación y vehículo sagrado en todo momento y lugar.  Y “amable”, por naturaleza, es decir: “digno de ser amado”. Que todo eso y más significa el hombre para Dios, y que habla, no de una vida humana consentida, como aventuraba yo en una página anterior, sino de una vida común. Una hierogamia, o unión sagrada, como el más excelso matrimonio.

Dicho esto, es decir, comprendido que Dios vive tu vida, porque así lo ha querido y decidido Él, solo cabe afirmar su confianza y acuerdo contigo y por tanto tu inocencia, sin censura ni reproche de su parte, pues está en ti y contigo al cien por cien. Hierogamia absoluta que conlleva, a su vez,   la responsabilidad  de actuar conforme a la dignidad que ostentas y que activa en ti un especial estado de atención que, ante la duda, te lleva a preguntarte: qué haría Dios en tu lugar. Duda que despeja la conocida “regla de Oro” que , si recuerdas, yo le reconocí  categoría de Ley en un artículo publicado días atrás: “Haz a los demás como quisieras que hicieran contigo”. Por tanto, haz el bien en todo momento. Acepta al “otro” tal cual es.  Ama a tu prójimo. Acepta, acoge, cuida, protege y ayuda a vivir, que en eso consiste el amor; que la Vida es UNA, o Única, donde existimos todos.

Esta Nueva Alianza descrita,  es la Nueva Ley que sustituye al “pecado original”. La clave de acceso al nuevo Reino, real y manifiesto en la Tierra. El Agua Viva del renovado y definitivo Bautismo, que se viene derramando desde entonces en espera de ser recibido por sus destinatarios.

Sí, en espera de receptores conscientes y decididos. Pues el nuevo bautismo implica recibir la gracia ya concedida desde mucho tiempo atrás; es decir, aceptarla, acogerla en tu corazón.

Porque Recibir es la conclusión de un proceso de dos: un  emisario que envía y un destinatario de lo enviado. Pero el proceso solo se perfecciona o cumple cuando éste (el destinatario) lo acepta o acoge.

Recibir es, pues,  un acto de amor que abre la puerta al dar; y ambos unidos, la puerta al compartir, que es la base para una vida compasiva en la que uno mismo se reconoce en el “otro”: también epifanía y, por tanto  “amable” o digno de ser amado.

Día Primero, sí. Solemne, íntimo y silencioso cual semilla  sembrada en la tierra.

Félix Gracia (Marzo 2023)

P.D. Me complace ofrecerte este texto de mi libro: “En el nombre del Hijo”. Afirmaciones que a muchos nos han servido para afianzar el paso ante esta andadura.

Yo soy la manifestación de Dios en el mundo

y, como tal manifestación, Dios habita en mí.

Sé y acepto que al hacerme consciente de su existencia en mí,

Dios se hace real dando lugar a lo que conozco como Hijo de Dios,

o Dios Hijo.

Sé y acepto que llevar a cabo esa experiencia

constituye el propósito de mi vida y que con ello

cumplo mi función o destino.

Sé y acepto que esa es la voluntad del Padre

y que, siendo yo uno con Él,

también es mi voluntad.

Por tanto,

acepto que todo se cumpla en mí.

Acepto ser el receptáculo sagrado

de la Encarnación de Dios, o Hijo.

Acepto que viva y crezca dentro de mí.

Acepto su nacimiento,

y acepto y bendigo mi cuerpo, mi vida y mi mundo,

a los que declaro sagrados, adecuados y perfectos para albergarlo.

                                                 * * *

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