Uno no sabe nunca cuándo está preparado para hablar con su hijo. Parece sencillo y, sin embargo, la lógica infantil altera nuestros esquemas espontáneos de comunicación.

Y no es para menos, pues nuestra “madurez” nos ha alejado sin cuento de aquellas posiciones holísticas de la infancia. Nuestro hemisferio cerebral izquierdo ha realizado un arduo trabajo disgregador y ya nada queda en nosotros –los adultos– que recuerde a aquel niño que percibía –aunque no pudiera explicarlo– su conexión a la esencia global, sin pasado y sin futuro, en un estado de conciencia feliz del “ahora” que, sin embargo, contiene el pasado y el futuro. Y creemos que es por otra razón, pero, en el fondo, cuando hacemos un esfuerzo sobre nuestro lenguaje, no es para que el niño se acerque a nuestra lógica, sino para acercarnos nosotros a la suya. Y ese volver atrás es mucho más que retrotraerse en la historia y recordar cómo éramos de niños. Es sentir como niños.

No. No es fácil hablarle a un hijo, y tal vez por ello se nos quedan las cosas sin decir. Un día descubrimos que el hijo ha partido hacia su futuro, que ya no camina asido a nuestra mano, y entonces notamos la ausencia de mil conversaciones que hubiésemos deseado tener y no tuvimos. Y nos sentimos deudores, impotentes. Y quisiéramos retroceder y modificar un pasado tibio que se fue sin avisar dejando vacías nuestras manos…

Soy “arco de tres flechas” deseadas y entrañables, compañeros de mil juegos inocentes, de paseos por campos nevados, de carreras zig-zagueantes y bulliciosas, de conversaciones con las flores, de crepúsculos mágicos, de veladas bajo las estrellas, de cuentos de brujas… Amigos leales que han despertado en mí inquietudes insospechadas y me han hecho reconocerme a medida que les conozco a ellos. Seres del futuro que aguardan a que mi arco se tense bastante para partir. ¿Hacia dónde?

Ahora lo sé. Sé que no son bienes lo que esperan de este arco ni tampoco posición. Ni siquiera es cultura ni “buena educación” lo que de mí precisan, sino algo más difícil de dar que quizá yo no posea. Si al menos supieran pedirlo… Pero las flechas –lo he comprendido al fin– no dicen al arco lo que de él esperan. Simplemente aguardan sin soltarse y, en el calor del contacto, tal vez encuentre el arco la inspiración que lo tense. Camino, pues, junto a ellos sintiendo su mano en la mía y una amistad que se debe más a su esperanza que a mis méritos. Y acelero el paso para seguirles porque… yo también quiero ser flecha.

***

Era una noche de finales de Agosto, y el calor picante del día había dado paso al fresco nocturno que permite recuperar la vitalidad. Pasábamos unos días de descanso en un pequeño pueblo aragonés –la tierra que nos vio nacer–, y Mario había organizado la velada. Mario ya poseía entonces  una vitalidad desbordante. “¡Papá, esta noche –me había pedido– nos sentaremos en la terraza, mientras tú nos cuentas cosas!”

Dicho y hecho. Todo dormía en el pueblo bajo un cielo sin luna bordado de infinitas estrellas. Silencio tan sólo alterado por el canto de los grillos y de los ruiseñores junto al río.

La terraza, abierta a la obscuridad de la noche, nos acogió con sus baldosas aún calientes y en ella nos acurrucamos cubiertos por una manta. No hacía viento –cosa extraña en aquel lugar– pero la temperatura había descendido notablemente, así que nos apretujábamos buscando el calor del otro. Tras unos segundos removiéndonos, finalmente, encontramos la postura. Nada delante de nosotros. Ni el más pequeño obstáculo entre nosotros y las estrellas. Ni siquiera la distancia parecía existir. Mirábamos al cielo sin hablar. Yo sabía que Mario estaba impaciente por preguntar, pero aguardé a que rompiera el silencio. Casi frente a nosotros brillaba Júpiter como un diamante encendido y, un poco más a la derecha, millones de estrellas formaban una estela difusa, blanquecina, que arrancando desde más allá de nuestras espaldas orientadas al este, se perdía en dirección al poniente.

        –Papá, ¿qué es eso que parece una nube alargada? –preguntó, finalmente, Mario.

        –Lo llaman Camino de Santiago y está formado por miles de estrellas que nosotros vemos tan juntas debido a la distancia.

        –Y, ¿por qué se llama así?

        –Su verdadero nombre –le dije– es Vía Láctea, pues, si te fijas, observarás que es como un camino blanquecino, como la leche. Pero se le llama Camino de Santiago porque los peregrinos que antiguamente caminaban a visitar la tumba del apóstol se guiaban por él. Fíjate que va de Este a Oeste, desde donde sale el Sol hasta donde se pone –no me fue difícil situarlo geográficamente, pues conoce el recorrido del Sol en aquel lugar–, y como la tumba de Santiago está en Galicia –que es el Oeste–, a los peregrinos que iniciaban su recorrido a la altura del París Vasco, la Vía Láctea les señalaba la dirección a seguir sin perderse.

Quedó convencido y muy sorprendido de lo que acababa de descubrir. Siguieron unos segundos de silencio y yo lo supuse imaginando cómo serían aquellos desplazamientos.

         –Y, ¿para qué querían ir a Santiago?

No podía faltar ese tipo de pregunta en un Capricornio como Mario. Desde que fue capaz de razonar, siempre busca el aspecto práctico de las cosas. En su lógica, las cosas han de tener una aplicación o, de lo contrario, no se justifican.

Le expliqué que las gentes iban allí para rezar y porque, haciendo todo ese camino a pie, tan duro, creían que se les perdonaban los pecados.

        –Y, ¿por qué Dios permite que pequemos? Yo no quiero pecar, pero me sale sin darme cuenta.

Comprendí enseguida que habíamos tocado un tema importante. Su tono de voz denunciaba una preocupación seria, y sentí el peso traumático de una educación confusa que también actuó sobre mí cuando era niño. Por un instante pensé decirle que ése era un tema muy complicado y que sería mejor dejarlo para otro momento, pero inmediatamente reaccioné y supuse que si él era capaz de formular esa pregunta, también sería capaz de entender la respuesta.

Mi voz sonó grave cuando le contesté, y no puede evitar un recuerdo de mi propia infancia, de aquellas horas de angustia que precedían a las “confesiones”, no sé si debido al sentimiento de culpa o de vergüenza de tenerlo que contar a quien, a la vez, era mi profesor de Religión en el Instituto. Y recordé las palabras del confesor, advirtiéndome que “la muerte asalta como un ladrón nocturno sin dar tiempo para el arrepentimiento”. Y que con un solo pecado mortal era suficiente para ir de cabeza al infierno, donde uno se convierte en pasto del fuego por toda la eternidad…

Recordé que hubo un tiempo en que, incluso, temía dormirme por miedo a que con la noche llegase ese “ladrón nocturno”, que yo ya había asociado con la muerte.

En aquellos años primeros del bachillerato yo no sabía distinguir cuáles de mis “malas” acciones eran graves –y por ello pecados mortales– y cuáles eran sólo veniales. Prácticamente todo era pecado, y los sentidos físicos no parecían sino instrumentos del demonio para instigarnos. Se pecaba al comer, al hablar, al mirar, al hacer, al no hacer, al pensar, al escuchar… Prácticamente no había escapatoria posible. Sólo la permanente alerta, la oración y el sacrificio podían impedir la caída.

Recordé aquellos pequeños blocs donde anotábamos día a día el sacrificio, la oración, la buena obra…, y tantas cosas más, sugeridas por el responsable de la formación religiosa a quien había que mostrárselo al finalizar la semana. Todo pasó por mi mente en menos de un segundo y, cuando alargué mi brazo para rodearle por los hombros, acercándolo a mi pecho, sentí mi lejana angustia infantil ante el pecado y hablé para que me escuchara Mario, pero, en el fondo, aquellas palabras quizá no iban dirigidas exclusivamente a él, sino también a aquel otro niño de mi recuerdo cuando empezaba a sentir sus primeras emociones, a descubrir la naturaleza, los pájaros, las flores y los animales a los que adoraba; a ese ser tempranamente responsable que pensaba que era más importante “ser bueno” que ser feliz. Ya que, al parecer, ambas cosas no eran conciliables.

          –Has de saber que Dios –empecé a hablar– no toma parte en el pecado. Dios no sabe lo que es pecar. Somos nosotros, los hombres, quienes lo hemos inventado, aunque después lo atribuyamos a Él. En la mente de Dios no existe lo bueno separado de lo malo, porque en su mente todo es igual, todo sirve para que Él se manifieste a su través. Por eso Dios es Todo. Dios es el águila que surca los cielos y la lombriz que se esconde en la tierra; Dios es la flor que embellece y la planta marchita que afea; Dios es el canto que alegra y el sonido que entristece; Dios es la cosecha fecunda y el hambre que sostiene el espíritu; Dios es el amigo que ayuda y el amigo que te vende; Dios es las ramas del árbol y el viento que las abraza; Dios es el padre y la madre, la sonrisa, la tristeza, la casa, el mar, las aves… Dios eres tú y soy yo, y a la vez el cariño que nos ata. Y nos hace igual que es Él y nos otorga sus mismas cualidades para que seamos Él mismo en la Tierra; para que seamos sus manos, sus pies, sus ojos, su voz, su ilusión y su fuerza. Cuando tú mismo modelas un objeto con plastilina, ¿te das cuenta de que son necesarios varios elementos para poder llevar a cabo tu obra? Lo primero que encuentras es la intención, la voluntad o las ganas de hacer algo; después surge la idea concreta del objeto que quieres hacer, pero nada de ello podría cumplirse si no dispones de la materia necesaria, es decir, del barro o de la plastilina. Cuando todo está listo, se produce en ti el desencadenamiento de un conjunto de procesos fisiológicos traducidos, finalmente, en impulsos nerviosos y movimientos musculares que acaban accionando tus dedos hasta conseguir el objeto de barro que deseas. De todos esos elementos que has utilizado, ¿cuál crees que es más importante, las manos que moldearon, la idea acerca del objeto, la voluntad que te impulsó a hacerlo o la materia que empleaste? O por el contrario, ¿crees que hubieses podido hacer tu objeto faltándote alguno de dichos elementos?

Mario dudó unos segundos y al fin respondió:

           –A mí me parece que si no tengo la plastilina y no tengo manos, no puedo hacer la figurita. Claro que si no tengo ganas de hacerla, aunque tenga todo lo demás, tampoco me puede salir. Por eso me parece que se necesita todo, que todo es importante.

           –Tú lo has dicho –contesté inmediatamente. Cada uno de esos elementos es importante por sí mismo y, a la vez, no es nada si no se considera dentro de un conjunto donde otros elementos le complementan. Digamos entonces que las partes son necesarias, pero el que logra resultados finales es el todo resultante de la integración de dichas partes. Y ese todo es Dios. Por eso, Dios es intención que quiere hacer, es mano que hace y es también materia que se deja hacer. Es cada una de esas cosas y, a la vez, el conjunto indefinible de todas ellas.

Y también Él tiene un proyecto en desarrollo dentro del cual se incluye nuestro mundo, el Planeta Tierra en el que vivimos. Probablemente, su proyecto es tan vasto que no podemos siquiera imaginarlo. Tal vez contempla miles de mundos como el nuestro, llenos de seres vivos con formas que tampoco podemos imaginar. Y al igual que tú los necesitaste, también Él precisa de diferentes elementos con los que realizar su obra, con la única diferencia de que, en su caso, todos esos elementos están contenidos en Él mismo, pues, como te he dicho antes, Él es el Todo. Así que te necesita a ti también, y a mí, y a todos los seres humanos, porque nosotros somos sus manos, su fuerza, su imaginación y su idea. Y del mismo modo en que nosotros –que somos la parte– no seríamos nada sin Él, tampoco Dios sería Dios si  faltase el hombre. Las partes y el Todo participan de una misma naturaleza, de una misma esencia. Y por ello son lo mismo.

       -¿Comprendes ahora que con tus acciones estás representando a Dios?¿Comprendes  lo importante que es “ser humano”? Tenemos una gran responsabilidad sobre nuestras espaldas, ya que si somos reflejo de Dios tenemos que actuar con la dignidad de un dios. No vale hacerlo de otro modo. No valen las chapuzas, sino las cosas bien hechas.

        –Pero, papá, yo no sé hacer las cosas mejor. Me equivoco muchas veces… ¿qué me pasará, entonces?

        –Lo más importante no es hacerlo bien –añadí–, sino esforzarse por hacerlo de ese modo. No olvides que estamos aprendiendo y nos queda mucho camino por andar aún. Por eso todos nos equivocamos tantas veces y esos errores que cometemos son, precisamente, lo que los hombres llamamos pecado. Cuando hayamos comprendido lo que realmente somos y la capacidad creadora que tenemos en nuestras manos, entonces sabremos cómo utilizarla y desaparecerán los errores; desaparecerá el pecado.

Mario no movía  un solo músculo. Sentí que estaba impresionado, y continué hablando…

        –A lo largo de tu vida te verás sometido a múltiples experiencias. Tendrás que tomar decisiones que afectarán no solamente a tu vida, sino también a la de otras personas; pero cuando llegue ese momento y antes de actuar, pregúntate qué haría Dios en tu lugar y, después, haz tú lo mismo. Ser la parte visible de Dios obliga a actuar como Él lo haría; y no ofendas nunca a otro ser humano, pues haciéndolo, estás ofendiendo tu propia esencia. Por el contrario, comprende y ayuda a los demás a reconocer su dignidad divina y dedica tus esfuerzos a construir un mundo mejor. ¿Has comprendido? ¡Mario…!, ¿me oyes?

Mario no me oía, pues se había quedado profundamente dormido. Cerré yo también los ojos y recliné mi cabeza sobre la suya.

Mientras, allá arriba las estrellas parecían más blancas y más brillantes que nunca. O tal vez eran mis ojos…

Félix Gracia ( del libro: Conversaciones con mi hijo)

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