Caminar hacia la luz, elevarse espiritualmente, es no sólo una aspiración humana, sino también una dinámica natural. Algo que, tarde o temprano, nos afecta a todos. Pero vislumbrar una nueva luz, despertar a una nueva conciencia, exige el pago de un tributo que se enmarca en la crisis personal, en el desgarro interno y el conflicto con el entorno. Es el eterno mito de la cueva de Platón hecho realidad cotidiana.

No podría asegurarlo, pero hoy, después de mil silencios e infinitas búsquedas, tengo la impresión de que las más profundas conclusiones a las que he llegado en mi camino proceden de la reflexión sobre la alegoría de la cueva de Platón. Alegoría intemporal, cántico eterno para el hombre de todos los tiempos que hace de Platón más que un filósofo, un profeta. Pasaje personal e historia colectiva a la vez que pide muchas lecturas después de cada cual un nuevo velo se levanta mostrando más y más fragmentos de la verdad.

Hoy, una vez más me enfrento a ella y se lo cuento a ustedes. No había pensado escribir sobre ello, pero sentado ante mi máquina, surge, sorprendiéndome, esta inspiración. Me dejo llevar y sospecho que quizá se trate –como en ocasiones anteriores– de mi propia experiencia, de la oportunidad de desprenderme de otro de los múltiples velos que nublan mis ojos. Una vez más, como antes, como siempre.

LA ALEGORIA DE LA CUEVA

En aras de la brevedad no voy a transcribir literalmente la alegoría que, por otro lado, el lector interesado puede encontrar en La República, de Platón, pero sí su trama esencial. Sócrates, maestro de Platón, se dirige a su discípulo Glaucón a quien somete a un proceso educativo que parte de un supuesto: Imagínate, Glaucón –dice Sócrates– que un grupo de seres humano vive recluido en una cueva desde su infancia sin jamás haber visto el exterior y sin saber que existe dicho exterior. Imagina igualmente que todos ellos permanecen firmemente sujetos a un banco de tal manera que, no pudiendo girar sus cabezas, tan sólo pueden observar lo que sucede frente a ellos, pero no lo que pasa a sus espaldas. Supón que tras ellos se sitúa una tea encendida, por delante de la cual se hacen desfilar objetos y personas de manera que al incidir la luz del fuego sobre ellos produce una proyección justo en la pared situada frente a los personajes. De esta manera y, durante todos los días de su vida, dichos personajes verán las sombras proyectadas en la pared, pero desconociendo la existencia del foco posterior y cualquier otra referencia distinta a aquello que ven, ¿no crees que interpretarán esas proyecciones como realidades? Glaucón asiente a la pregunta de su maestro añadiendo que no podría ser de otro modo ya que la única realidad que existe para esos personajes es la que ven.

Toda su existencia discurre de esa manera –continua Sócrates– así que aquellos personajes vivirán en la creencia de que conocen la realidad sin sospechar siquiera que cuanto han descubierto es una mera ficción y que la realidad es otra. Vivirán tomando por realidad las sombras que ven en la pared cuando la realidad son los objetos que desfilan a sus espaldas… ¿Verdad Glaucón que para ellos ese es el mundo real? Por ello, en esa convicción estructurarán sus vidas, se establecerán mentalmente. Pero supón que un día uno de esos personajes es tomado de la mano por un habitante del exterior conduciéndole fuera de la cueva. El no podrá resistir la luz y tendrá que protegerse los ojos con las manos hasta que, pasado algún tiempo, consiga habituarse a un ambiente y brillo tan distintos a los de la cueva. Poco a poco irá retirándose las manos de la cara y empezará a percibir las formas del entorno. Lo primero que descubrirá serán, tal vez, las sombras que proyectan los objetos, puesto que le resultarán familiares, ¿verdad Glaucón? Después acertará a ver el objeto que indefectiblemente acompaña a la sombra y descubrirá que entre ambos existe una relación estrecha y hasta un cierto parecido, pero no son lo mismo. Finalmente, sus ojos serán capaces de descubrir el foco de luz –el sol– y comprenderá que es por su acción sobre los cuerpos por lo que se producen las proyecciones o sombras. Entonces descubrirá la diferente naturaleza del objeto, la sombra y el foco que genera el fenómeno y, entonces, descubrirá también que cuanto conoció en el interior de la cueva no era la realidad, sino su sombra, y sentirá que toda su existencia estaba basada en el error porque percibía las ficciones como si fuesen la realidad. ¿No crees que pensará así, Glaucón?; y ¿no crees que tras este descubrimiento arderá en deseos de contárselo a sus compañeros que aún permanecen en la cueva? Entonces bajará hasta ellos y les explicará que la realidad es otra, que todo lo que ven en la pared no son sino sombras, pero no realidades. Les explicará que detrás de ellos está situado un foco de luz que al incidir sobre determinados objetos provoca esa proyección. Les dirá que los objetos son la realidad, pero no así sus proyecciones y les pedirá que giren la cabeza, que miren a la luz para salir de su error… ¿verdad Glaucón que hablará así? Sí, maestro. Es natural que desee sacar del error a sus compañeros –contestó Glaucón. Y, ¿no crees –insistió Sócrates– que los habitantes de la cueva pensarán que tales ideas son peligrosas puesto que destruyen los esquemas sobre los que se cimienta su seguridad? Pensarán que su antiguo compañero está loco y que sus ideas atentan contra la estabilidad del sistema, que es un revolucionario y, como tal, debe ser matado. Sí, maestro –sentenció Glaucón– seguro que le darán muerte.

2.500 AÑOS DESPUÉS

El hombre de hoy, acostumbrado a parcelar todas las cosas y a cortar los cordones umbilicales que las unen, tiene una especial debilidad hacia la fragmentación de esa magnitud tan nuestra llamada tiempo. Y ya no nos conformamos con las grandes divisiones temporales, sino que, ayudados por el tal vez más “diabólico” (por separativo) de nuestros inventos –el reloj– hemos llegado incluso a fraccionar el segundo. Y fraccionar es sinónimo de identificar como distintas a las partes fraccionadas, de manera que una milésima de segundo será distinta de otra cualquiera, anterior o posterior. Conducidos por tal dinámica, ¿cómo vamos a reconocer algún parecido entre épocas históricas tan alejadas entre sí como la vivida por Platón y la nuestra? Aquellos son otros tiempos –en nuestra percepción– y, naturalmente, las situaciones no son extrapolables. Por esa razón, Platón pasó a la Historia como un filósofo, sin más. Como un hombre –poco común si se quiere– que vivió en un <<tiempo>> que no es el nuestro y, por lo tanto, distinto. ¿Cómo podría darse hoy una situación de reclutamiento semejante al de los habitantes de la cueva? El hombre ha alcanzado las quizá más elevadas cotas de libertad personal y es –o parece ser– dueño y señor responsable de sus actos. Al menos nadie tiene la sensación de ser conducido ciegamente o abiertamente manipulado, como diríamos ahora. Hay un “despertar de conciencia” suficiente como para que todos “tengamos claro” el aquí y el ahora. Estamos convencidos de ello. No hay ninguna duda.

Sin embargo, todas esas seguridades se derrumban cuando uno llega a intuir que eso que creemos ser –el Yo individual– puede tan sólo ser la proyección de una esencia invisible, eterna quizá, pero con numerosas formas o apariencias en el tiempo.  Todas esas seguridades se desmoronan cuando uno es capaz de reconocerse como vehículo o manifestación física de una Conciencia de la que tal manifestación o encarnación no es sino una exteriorización temporal. Si uno llega a sospechar esas cosas, entonces descubre que Platón no fue un hombre de otro tiempo, sino también de este tiempo; de todo el Tiempo. Porque, tal vez, el filósofo griego no se refería en su alegoría al hombre de su época ni a ningún otro hombre físico, sino al hombre psíquico y, por ello, a la Humanidad intemporal. Quizá el ser humano de cada época contiene y expresa el nivel de consciencia de la Humanidad encerrada en la inmensa cueva que es la vida. Quizá todos nosotros vivimos –como aquellos personajes de la cueva– convencidos de la realidad de nuestras ficciones, sumidos en un profundo sueño donde la auténtica realidad permanece velada. Quizá estemos tomando nuestro Yo como si se tratara de la realidad misma y no sea sino su sombra. Quizá estemos configurando un mundo en base a todas las sombras y, creyendo evolucionar, estemos paralizados, sumidos en un letargo de infinitas obscuridades.

EL LENGUAJE DE LOS MAESTROS

Ahora, cuando en los ámbitos de la Ciencia se especula con la posibilidad matemática de que la creación del Universo tuviese su origen en un sonido –en un asombroso acercamiento a aquel “hágase” bíblico mantenido por nuestra fe como principio creador del que todo surgió– parece evidenciarse aún más la fuerza de la palabra. Del lenguaje oral, habría que añadir, porque es la voz la que contiene ese poder mántrico, movilizador por excelencia, frente al escrito.

Los Maestros, conocedores de dicho potencial, han canalizado sutilmente las verdades de manera que llegasen a todos los oídos, aunque no en todos ellos se produjese el mismo despertar. L a <<nota>> musical que desvela el misterio queda registrada en todos los oyentes a la vez y, no importa cuándo, aquél quedará desvelado al discípulo –eso dependerá de su capacidad de comprensión o nivel de consciencia– pues, la clave, ya está en él. Pero no como potencialidad de una única verdad, sino de infinitas verdades que irán desvelándose progresivamente a medida que el discípulo camina. Por eso el Maestro no enseña verdades estrictas, sino la forma de descubrirlas; no muestra las metas, sino los caminos para llegar a ellas; no habla a la persona que tienen frente a él, sino al ser múltiple y evolutivo que éste represente; no habla para el <<aquí>> y <<ahora>>, sino fuera del tiempo y del espacio, para que de su palabra salga la luz que ilumina los pasos del discípulo hoy y también los de mañana. Por eso el Maestro habla en lenguaje simbólico. Por eso no plantea discursos directos, sino situaciones alegóricas que contienen tantas verdades como sea capaz de descubrir el discípulo.

Se nos ha dicho que Jesús –maestro de la alegoría por excelencia– predicó su doctrina mediante parábolas para que de ese modo las gentes sencillas pudieran entenderle. Pero seguramente la razón no fue esa. Jesucristo, el más grande maestro que recuerda la Humanidad, no vino para explicar su mensaje a unos miles de personas que vivieron en su época y un lugar precisos, sino a todas las humanidades venideras, como corresponde a la universalidad de su mensaje. No debía, por lo tanto, hacerse entender únicamente por aquellos que le oían físicamente, sino por todos los que vendrían después y de tal manera que, absolutamente todos los seres humanos, encontrasen en su palabra la verdad que en cada momento fuesen capaces de descubrir. Jesucristo explicó su doctrina usando las palabras porque sólo el lenguaje simbólico es eterno, como su mensaje.

Desde otro nivel, tal vez Platón encarne al Maestro que mira a los hombres de todos los tiempos; el pregonero de un mensaje eterno que habla del devenir espiritual; del tránsito hasta la luz partiendo de las tinieblas; del inevitable despertar que lleva consigo dificultades, incomprensiones, rupturas y muerte. Tal vez Platón es el profeta que anticipó el descubrimiento del precio que cada uno tiene que pagar cuando se eleva en el espíritu.

CUANDO SUENA EL DESPERTADOR

El hecho de que a nivel consciente nos definamos –quizá con un convencimiento meramente superficial– como expresiones individualizadas del Universo o seres microcósmicos, no excluye en absoluto la tendencia a simplificar incluso cuando se tarta de analizarnos a nosotros mismos. Por eso digo que quizá la propia percepción como seres que expresamos el orden universal, tan sólo sea una creencia intelectual, pero no un sentimiento profundo. Tendemos a simplificar y ello nos conduce a pensar que somos de esta manera o de aquella otra, que somos <<blanco>> o que somos <<negro>>, incluyendo en un único concepto toda nuestra esencial. Y el problema quizá no esté en la dificultad de etiquetar la esencia como si de una mercancía se tratase, sino en la probablemente heterogénea manifestación de dicha esencia, que la hace difícil de etiquetar. Quiero decir que, aun siendo ella una en su estado original, las múltiples experiencias vividas han desarrollado en nosotros unas partes más que otras. De esta manera, en el momento evolutivo en el que nos encontramos, podemos pensar que somos un complejísimo conjunto en el que no todas las partes están al mismo nivel de desarrollo. Nuestra psique es como una sociedad múltiple integrada por individuos de toda índole –es decir, ideas, creencias, sentimientos, etc. – donde, finalmente y entre todos, se ha establecido un orden, un sistema que permite la <<convivencia>> entre ellos. Todo está jerarquizado de manera que el Yo individual –la personalidad, podríamos decir– encuentra la seguridad en ese orden o sistema. La máxima para mantenerse en equilibrio es <<no hacer nada que modifique el sistema>>. De ese modo, los convencionalismos representan la ley que da forma al sistema y, por ello, deben ser respetados. Es el orden establecido en la cueva. Las partes integrantes del ser –al igual que aquellos personajes amarrados al banco– han encontrado su acomodo dentro del sistema social y en ello basan su seguridad. Es decir, uno nace en el seno de determinada familia; va al colegio donde aprende para ser <<alguien>> de mayor y lucha después para conseguir un puesto en la sociedad y un status cada vez más alto que se basa en la posesión material y en el poder -aunque para ello tenga que seguir eliminando competidores– pues todo ello, no sólo está considerado dentro del sistema, sino que es estimulado y premiado por él. Consumir, poseer, competir y vencer parecen ser los axiomas básicos del mismo, manifestados por multitud de convencionalismos o aceptaciones generales que arrancan de la creencia tácita de que el Ser es aquello que se ve y no lo que se oculta. Todo tiene su lugar en el sistema; también las necesidades espirituales, que encontrarán satisfacción en el compartimento de creencias y en el ejercicio de disciplinas aceptadas. Y los sentimientos, dentro de los marcos de <<lícitos>> e <<ilícitos>>, y las ideas…, y todo cuanto constituye la compleja naturaleza del ser humano. Etiquetado, ordenado, jerarquizado y asumido, todo ello constituye el sistema. Algo así como un río sin fin en el que todo es fácil si se navega a favor de la corriente, pero donde surgen las dificultades tan pronto se intenta cambiar de sentido.

Estamos aferrados al banco contemplando la pantalla de nuestra existencia, seguros, establecidos… pero sin saber lo que ocurre a nuestras espaldas.

Pero nada está acabado en la Creación, sino que todo se encuentra sumido en un proceso de transformación constante; también la compleja estructura del ser humano. De este modo, el equilibrio y la estabilidad del sistema sólo se da en apariencia o en observaciones puntuales, pero no globalmente considerado. Por el contrario, la observación intemporal del mismo mostraría un sistema cambiante al ritmo del cambio humano y promovido por éste. Bien podemos decir que el ser humano está en permanente crisis –cambio– aunque la lentitud del mismo no permita muchas veces su observación. Algo surge en el hombre llegado un momento. Un impulso nuevo, un ansia por algo desconocido, pero mejor. Algo que responde a esa tendencia natural hacia el auto perfeccionamiento de la que ha hablado Albert Scent-Gyiorgi, premio Nobel y descubridor de la vitamina C y que, como apunté en otro artículo anterior, corresponde a eso que los cristianos llamamos impulso crístico. Y ese algo será primero una intuición, después un impulso y, finalmente, una acción que se sale del sistema. En ese momento, el ser humano –al igual que le ocurriera al personaje de la cueva que salió al exterior– descubre un mundo nuevo, un punto de vista más amplio, un sentido distinto a lo cotidiano, una nueva verdad que modifica el sentido de su existencia y, por ello, las cosas ya no podrán continuar como estaban antes. La persona, una vez que ha descubierto la <<luz>>   –es decir, una vez que ha vislumbrado una nueva verdad tocado por el impulso crístico o de auto perfeccionamiento– comenzará a reconsiderar muchas de sus posiciones vitales porque aquella <<luz>> pone en entredicho el sistema. Intentará cambiarlo, estructurando un nuevo orden basado en su también nueva posición, pero al igual que le sucediera al personaje de la cueva, tampoco sus <<personajes>> internos –sus antiguos valores– aceptarán el cambio. La nueva apertura de conciencia lograda será vista como un elemento revolucionario, como un desestabilizador, por sus otras partes que aún permanecen en sus anteriores posiciones donde, como en la alegoría platoniana, encuentran su seguridad. Por ello se rebelarán procurando sofocar ese intento de cambio.

TODO ESTA EN MI CONTRA

Visto sobre el papel podríamos pensar que se trata de algo un tanto abstracto, cuando no de una mera especulación filosófica. Pero no es así. La psique humana –como advirtiera Carl G. Jung– encuentra su expresión en las figuras del entorno, de manera que nada ocurre fuera de nosotros que no esté previamente configurado en nuestro interior; idea que, por otra parte, ya fue formulada por Hermes Trimegisto en uno de sus principios fundamentales. De este modo, el entorno se convierte en una especie de pantalla gigante y variada donde se proyecta toda la vida albergada dentro de nosotros mismos. Cada sentimiento, cada deseo, cada pasión y aún cada idea, cobrará vida en un personaje o en una circunstancia del exterior que, con su acción, hace posible el descubrimiento de nosotros mismos, porque muestra toda esa complejidad que anida en el inconsciente, ignorada y reveladora de nuestra auténtica identidad.

No se trata, pues, de una mera especulación mental cuando digo que el <<mensajero de la luz>> será atacado por sus compañeros reacios, sino de una auténtica lucha física con todos aquellos elementos del entorno vital que representan a las tendencias psíquicas contrarias al cambio. Será la propia familia, el marido o la esposa, los amigos o el propio ambiente laboral quienes, convertidos en expresiones físicas de aquellas partes de su Yo que quieren continuar donde estaban, se manifiestan en rebeldía con ese espíritu de cambio recién nacido. La sensación de que todo está en contra de uno mismo, el no sentirse comprendido, el ver cómo se desbarata una situación que parecía sólida o el sentimiento de que todo parece ir a la deriva, son las señales de que, efectivamente, el personaje que regresa a la cueva no es aceptado por sus compañeros. Esa misma <<presión>> familiar y social, estará jugando el papel de elemento disuasor ante el cambio evidenciado al que intentará dar muerte. El Ser, definitivamente <<despierto>> a una nueva comprensión, sufre un indudable desgarro emocional, sometido como se encuentra a esas dos fuerzas: la que pugna por permanecer donde estaba –representada por sus <<pertenencias>> anteriores– y aquella otra que le conduce a ordenar sus valores de distinta manera, pero donde, indudablemente, no caben todas esas pertenencias. Sufrimientos, incomprensiones, rupturas, soledades, desgarro… Es el precio del progreso espiritual, de la expansión de conciencia, como ahora se dice.

Y ¿por qué le cuento a usted esto, amigo lector? Pues quizá porque le intuyo compañero de viaje, peregrino en el mismo camino plagado de obstáculos donde es bueno encontrar una mano amiga. O, tal vez, porque me siento inductor –en alguna medida– de esa incómoda, aunque necesaria, desestabilización.

¿QUÉ PUEDO HACER?

No es fácil decidir. Todo lo que hemos conseguido a lo largo de los años –familia, posición, tranquilidad…– es como nuestra propia definición y, renunciar a algo de aquello es tanto como renunciar a una parte de nosotros mismos. Esa es la percepción normal dada nuestra tendencia a confundir la <<personalidad>> o forma actual de la esencia, con dicha esencia. Es decir, del Yo existencial, con el Yo eterno o Conciencia. Pero esa lección del <<desapego>> es una muy dura lección. Ese <<negarse a sí mismo>> del que habló Jesús no es una idea, sino un difícil tránsito evolutivo que estamos llamados a experimentar. Y mientras esa lección no esté aprendida, cada desprendimiento de equipaje promovido por un nuevo despertar vendrá acompañado del sufrimiento y del desgarro interno, porque nuestra propia percepción nos lleva a enfrentar lo nuevo con lo antiguo en lugar de conciliar lo uno con lo otro, pues esto supondría que todo evoluciona en nosotros más o menos al mismo ritmo. No creo, pues, que la solución esté en la elección entre <<esto>> o <<aquello>>, sino más bien en esto <<y>> aquello. Pero esta solución aún es más difícil, pues entraña una alquimia interna que lleva al desarrollo simultáneo de todo el Ser; algo así como conseguir que todos los personajes de la cueva salgan al mismo tiempo al exterior para ver la luz. Por eso, al final, casi siempre tenemos que llevar a cabo renuncias con dolor… o retrasar el progreso.

Alguien podría pensar que, al igual que al personaje de la cueva le dan muerte sus compañeros, también en nosotros se puede dar esa situación, estando condenados a la frustración y al sufrimiento sin ningún resultado a cambio. Pero yo no creo que sea así en nuestros días, aunque tal vez pudo serlo en otros momentos de la Historia de la Humanidad. Y digo que no es la frustración el resultado final puesto que dicho acceso está instituido en la dinámica de la Creación. La propia vida de Jesús –entendida no sólo como acontecimiento histórico, sino también como alegoría– parece confirmar la vigencia de dicha dinámica. El enfrentamiento de Herodes –representante del orden establecido– y el decreto que sacrificó a todos los recién nacidos pretendiendo eliminar con ello al también recién nacido Jesús –representante de lo nuevo, del cambio– bien puede ser interpretado como una nueva versión de la alegoría de la cueva, donde el portador de la nueva verdad –Jesús– es perseguido a muerte por la verdad establecida, por el sistema que representa Herodes. Sin embargo, lo <<establecido>> no pudo evitar que lo <<nuevo>> sobreviviera y acabara imponiéndose. No es osado, en consecuencia, pensar que todo lo herodiano que hay en nosotros, es decir, todas las apariencias involucionistas, reaccionarán violentamente ante el nacimiento de lo jesuítico –de lo nuevo, espiritualmente hablando– pero no lograrán vencerlo y, a pesar de las dificultades ambientales, esa nueva luz se establecerá en nuestras vidas.

No es de extrañar, en consecuencia, que el eminente bioquímico Scent-Gyiorgi haya detectado ese impulso hacia la autoperfección existente en toda la materia viva, pues dicho impulso es, sencillamente, la expresión firme de que la tendencia hacia la luz es una pauta imparable.

O dicho de otra manera: que en toda la materia viva –y por ello también en el ser humano– existe un personaje que pugna por salir de la cueva y sólo nuestra oposición hace doloroso el proceso.

En nosotros habita un ser revolucionario adormecido, despistado entre la rutina y la inercia de los conformados y, desconociendo cuál es su destino, vive en la misma parálisis que ellos. Pero, ¡alerta! En cualquier momento, una frase oída o una imagen sacarán al revolucionario de su letargo. Y entonces verá la luz de una verdad más amplia; atisbará horizontes que prometen otras tierras donde el Hombre es más perfecto; y contará todo ello a sus compañeros, que viven, como él, dentro de nosotros. Y estallará la guerra en nuestro interior. Y las fuerzas divididas hablarán de nuestra división de intereses, de los que pugnan a favor del revolucionario y de los que quieren seguir como estaban. Y surgirá el caos en nosotros. Y el abandono. Y el desgarro interno… Pero, en medio de tanta tiniebla, algo nos estará diciendo que ha nacido un nuevo ser portador de un mañana distinto y que, como siempre, ese caos es el preludio de un nuevo orden.

Félix Gracia - Octubre de 1989

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