...y quién afronta el desafío

Artículo 1

“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.

Tenía yo cinco años recién cumplidos y no me enteré del asunto, que a esa edad y en aquel ambiente rural donde nací (alejado del mundo y con la resaca de una guerra civil reciente), la citada Declaración Universal de los Derechos Humanos era menos acuciante que el simple: “qué comeremos hoy”. El calendario, lo he sabido mucho tiempo después, señalaba el día 10 de Diciembre de 1948 y ha quedado registrado en la historia como un hito; uno de esos momentos cumbre que generan una expectativa social en torno a un  gran cambio que marque un  antes y un después en la vida y en la Evolución. Y como tal es celebrado, como una gran  conquista humana. Un hito que nos honra, en línea con la Regla de Oro establecida 3.000 años antes, aunque con un significativo matiz diferencial respecto a la Declaración moderna que nos ocupa: pues la Regla de Oro antepone el DEBER o la acción para con los demás, al beneficio o ejercicio del DERECHO propio, que es consecuencia derivada de aquél, y no a la inversa. Así reza la Regla de Oro establecida en la Era Axial, un milenio a.C. y siempre recordada: “Haz o trata a los demás, como quisieras ser tratado”. ¿Recuerdas? “Dar para recibir”, en ese orden.

Un orden o espíritu animador claramente modificado en la Declaración de Derechos Humanos que, en verdad y pese a su solemnidad,   constituye un paso atrás desde el punto de vista ético, y asegura la continuidad de esa misma sociedad post bélica que cubrió de muertos  Europa, en la que se enmarca e inspira dicha Declaración; es decir,  una sociedad confrontada bajo regímenes o sistemas de dominio, coercitivos, donde unos pocos ejercen como dominadores y el resto dominados; una sociedad bipolar que camina tambaleante y “coja”, ignorante, egoísta y deshumanizada, como un autómata cuya consigna motriz solo contiene DERECHOS PROPIOS, pues aún no ha comprendido cómo es el ser humano llamado a convivir entre sí, y qué representan, en verdad, los otros (todo lo otro) frente a uno mismo  en ese juego de la convivencia y la vida.

En aquellos años que sucedieron a la Segunda Guerra Mundial ya había despertado en centro Europa una corriente de pensamiento orientado al conocimiento de la misteriosa naturaleza psíquica del ser  humano con el descubrimiento del inconsciente, su contenido y  funcionamiento y su poder condicionante en  la conducta y la vida  del individuo,  gracias a personajes destacados como Sigmund Freud, Carl G. Jung, y también por las aportaciones humanistas del  prestigioso Círculo Eranos. O de otras iniciativas igualmente humanistas anteriores a él, entre las que cabe destacar el denominado “Discurso sobre la Dignidad del Hombre”, enunciado por Giovanni Pico della Mirandola a mediados del siglo XV, que es, esa sí, la más elevada “Declaración de Derechos” (laica y sin especificar ninguno)  jamás pronunciada, y un verdadero desafío para el Hombre…, a modo de “guante” arrojado sobre la arena de la vida.

El Discurso parte de una situación concreta que es esta: Dios ha concluido la Creación de todo cuanto es en el cielo y en la tierra, y se enfrenta ahora a la creación de su  obra maestra y última, que es la creación del Hombre. Contempla lo ya creado buscando algo que le sirva de modelo para aplicarlo al Hombre, pero ninguno de ellos le satisface ni cree adecuado para él ni indicativo de lo que ha de ser. Así que Dios le habló de esta manera a Adán:

“Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescritas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he puesto en el centro del mundo para que más cómodamente observes cuanto en él existe. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, o podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que son divinas”. (Texto literal del Discurso. Año 1.496) El “guante”, que a uno le hace preguntarse qué hacer con él.

Ya existía, como digo,  una fuente de conocimiento que podía servir de base para una redacción más firme y precisa que la surgida. Pero ante la desolación y la ruina, física y moral, ocasionada por la guerra,  quiero pensar que se antepuso, al conveniente pero lento análisis, una actuación de  urgencia en aras a establecer una paz y  un orden social suficiente, cuyas  bases éticas y morales siempre podrían ser reajustadas más adelante.

Un reajuste que no se ha producido, todavía pendiente. Y una sociedad actual que en lo esencial no difiere de aquella: rivalidades, abusos y  guerras de por medio incluidas. La sola diferencia es que a día de hoy acumulamos más sufrimiento y más  consciencia. Y, tal vez, un nuevo objetivo y una nueva voluntad, inspirados por un nuevo mensaje que flota en el ambiente: esa suerte de “espíritu de la época” que acompaña a la Evolución advirtiendo  cambios, modernamente denominado “zeit-geist”.

Y aquí estamos. Disponemos de un Discurso Mundial consensuado y tal vez promovido con escasos medios y desde la buena fe, que valoramos.  Pero, como dijo Aristóteles y es sabido: “No basta con desear la salud para estar sano”. Así pues,  qué hay más allá de esa declaración de intenciones y qué cabe esperar de tal  planteamiento. En definitiva,  qué se ha logrado ocho décadas después de su publicación urbi et orbi, aparte de  los numerosos reconocimientos y celebraciones habidos, brindis conformistas los más y  a todas luces faltos de objetividad, cuando no meros slogans oportunistas al servicio de la conveniencia y del poder, de todo lo cual hemos hecho rutina y normalidad.

Fachada progre muy al uso, desmentida por los hechos, que hablan por nosotros; por el comportamiento social general y normalizado, basado tácita y explícitamente en solo la mitad del Artículo 1 de la Declaración Universal antes citado, piedra angular de un conjunto de treinta,  al que  rinden culto  todos los demás; es decir,  en los DERECHOS propios, como reivindicación y defensa intocable.  Pero no en los DEBERES propios implícitos  (la otra mitad) que son simultáneos e inseparables de aquéllos como las caras de una moneda, y que constituyen los DERECHOS inalienables de los demás, devaluados de facto,  caídos en saco roto y sugeridos  como un deber moral o dádiva tranquilizadora de conciencias; es decir, dejados a merced de la caridad de algunos. O del oportunismo egoísta y manipulador de otros, que hacen negocio con ellos ofreciendo “derechos” o prebendas  a los débiles a cambio de un “precio”, pagado generalmente en forma de obediencia o sometimiento del receptor, que es un modelo de esclavitud encubierta extendido y socialmente normalizado, del que existen abundantes y descarados ejemplos  a la vista de todos.

DERECHOS (estos señalados) que deberían ser aplicables al mismo nivel de exigencia ética que los propios, si no más, como indica la ya recordada Regla de Oro. Y no solo por moralidad, ni recomendación espiritual o filosófico-religiosa, ni como práctica piadosa,  sino por diseño de la Evolución, por mandato o  exigencia natural para la convivencia y la vida. Por Sinergia, que es el nombre del Principio Rector, o Ley, que rige los sistemas complejos, como el cuerpo físico. O  como el que formamos todos los seres vivientes: Planeta  Tierra, incluido.

Un súper Sistema dotado de una instrucción y de un  propósito, que es susceptible, no obstante,  de ser convertido por nosotros  en cualquiera de los mil  escenarios posibles que van desde el bien hasta el mal, no como  conceptos, sino  “sentidos o experimentados”; es decir, gozados o sufridos hasta la médula, que en ello se basa la experiencia del vivir ya anunciado en el Libro Génesis en relación al Árbol del conocimiento del Bien y del Mal, que es una bella metáfora de la vida humana, por supuesto. Pero también  una seria advertencia del carácter dilemático, polarizado,  de la misma;  de lo accidentado del camino y de nuestro enorme poder creador, así como  de nuestros condicionamientos psíquicos inconscientes y de nuestra ignorancia, factores que limitan la capacidad de gestión y propician la comisión de errores, el desorden, la frustración y el sufrimiento.

Sí, queridos amigos; estamos aterrizando en la implacable realidad del ahora, fruto o consecuencia de nuestras acciones y, éstas a su vez, de nuestra ignorancia supina, de Avidya, como la bautizaron nuestros antepasados “rishis” en alusión, no solo a la falta de conocimiento de las leyes que rigen  la Vida, sino a un estado complejo del alma donde reina el olvido de lo que somos y del porqué estamos aquí.

Y en este intervalo de tiempo en que contemplamos el inminente aterrizaje a la realidad, la toma de conciencia y el posicionamiento vital en el momento presente, me pregunto cuál es el sentido del mismo y me digo que, si es para juzgar al mundo, para levantar acta de lo que hemos hecho o para seguir practicando el “samsara” o  haciendo lo mismo…, no vale la pena  el viaje puesto que ya lo llevamos escrito y repetido en nuestros genes y en el alma. Busco, pues, otro motivo que valga la pena, una alternativa a favor del cambio consciente y justo, que propicie un “Hombre Nuevo” y una Vida compasiva y fraterna en la Tierra,  y recibo estas palabras de aquel joven carpintero de Nazareth sobre sí mismo: “Yo he venido como Luz al Mundo, para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas” (Juan 12,46) El mismo que prometió quedarse por siempre con nosotros convertido en el Bodhisattva anunciado en el Budismo;  que no se ha ido y que por tanto sigue estando aquí, en medio de tantos esperanzados necesitados de Luz. Y recuerdo a Pico Della Mirandola y su Discurso sobre la Dignidad del Hombre, que le valió la excomunión, como a Jesús sus afirmaciones y ejemplo de vida le valieron el desprecio y la muerte. Y a tantos de una larga lista que recogieron  el “guante”.

Siento, pues,  en mí sus palabras como un soplo de aire fresco y me digo que, aún si lo que pueda yo aportar sea algo minúsculo, quiero estar, y contribuir,  y  encontrarlo a Él…, y hacer piña con Él. Con ese Jesús-Yeshuah del que nadie nos habló: el Bodhisattva Supremo que se ató al más rezagado de los seres humanos para esperar en él y sostener a toda la cadena humana  hasta la consumación del Mundo. Suceso que no es un evento cósmico sino una  experiencia íntima, personal, de unión del Hombre con Dios: un estado del alma donde DERECHOS Y DEBERES confluyen haciendo posible un reino de  justicia en el que solo existe un Mandamiento, una sola Ley: “Amarás al prójimo como siendo tú mismo, que en eso consiste el amor a Dios”. Sin medias tintas.

Decido, pues, “aterrizar” convencido y sereno…, y permanecer en el Mundo con una dedicación.  Que las turbulencias no están en el aire, sino en el  suelo, y es aquí donde se necesitan obreros. Y donde también aguarda “la Tierra Prometida”, que será “pan de cada día” para las próximas generaciones.

“Dijo Dios: haya Luz; y hubo Luz. Y vio Dios ser buena la Luz” (Génesis 1, 3)

Félix Gracia (Abril 2023)

P.D. Te recomiendo la nueva sección de Oikosfera: SENCILLO AMOR, te va a encantar.

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