“La barca se había alejado de la tierra azotada por las olas (…) Y de miedo (los Apóstoles) comenzaron a gritar. Pero al instante les habló Jesús diciendo: Tened confianza, soy yo; no temáis…” (Mateo 14, 24-26)

Y ahora: la “viruela del mono”. Otra llamada de atención en la línea del Covid que pone en evidencia nuestra vulnerabilidad y, con ella, la necesidad de hallar y disponer de un refugio. Un lugar que, bajo la presunción habitual en nosotros de que el “enemigo” está fuera, lo buscaremos en más vacunas, más armamento,  más reforzamiento de fronteras, más prevención frente al “otro”… Porque, al parecer, la supervivencia depende de hacerse “inexpugnables”, fortalezas acorazadas en un Universo que, paradójica y contrariamente a ese sentimiento egocéntrico, tiende a la complejidad y la vida compasiva, participativa y cordial… ¡Por Dios! ¿Qué está pasando?

Pues eso. Más tormenta. O la misma de siempre, que no cesa.

Paralelamente, ha tenido lugar un suceso  en un pequeño punto del mapa mundial, que nos ha traído el “recordatorio y la medicina que curan todos los males”. Una tormenta, sí. Pero también una señal: un fenómeno atmosférico evocador, a mi juicio, de otra definitiva por llegar que podría significar y ser la ÚLTIMA que vivir.

Me refiero a la tempestad de viento que días atrás tuvo lugar en el Lago Tiberiades, provocando grandes olas y el desbordamiento del Lago, cuyas aguas inundaron la planta baja de algún hotel de la orilla, conocido y familiar para mí, tantas veces viajero.

Esa tormenta, reciente y en general  inadvertida,  me retrotrae a aquella otra recogida en los evangelios y ubicada en ese mismo Lago, que describe la angustia de los apóstoles sobre la barca fuertemente zarandeada por el oleaje…, y a Jesús que aparece caminando sobre las olas y se dirige, sereno, hacia ellos diciéndoles: “Tened confianza, soy yo; no temáis...”

“…Y el viento se calmó”, añade el evangelista Mateo al desenlace de tan hermoso y simbólico pasaje donde se pone a prueba la confianza humana. Y yo no puedo ni quiero evitar el sentimiento que subyace en  esta acertada alegoría de la vida cotidiana que es la cita evangélica; de la vida en el Mundo, donde todos somos ocupantes perpetuos de una barca que se mueve bajo la tormenta permanente, asustados y necesitados de auxilio. Y en el papel que desempeña Jesús/Yeshuah  -su huella y vitalidad presentes en el alma-  como calmante de todas las tormentas humanas, siempre presto a aparecer. O “aparecido” ya, solo que no le hemos reconocido aún porque vivimos instalados en la desconfianza que cree ver un fantasma, allí  donde está Jesús; al igual que sucede a los atribulados apóstoles de la barca: ciegos ante “el que cuida de ti”, que es una manera de estar muertos, antes que ceguera.

Más tormenta, por tanto; en espera de la ÚLTIMA que parece no llegar nunca; la “siempre esperada”, o pospuesta,   a la que hace referencia el término Maranatha de tanto arraigo en nuestra tradición; concepto esquivo inventado por los discípulos en sustitución de la radical EMUNAH (Confianza) propuesta y defendida por el Maestro junto con la TESHUVAH (Cambio)… Maestro fiel, prontamente olvidado por aquellos primeros en sucederle. Y por los siguientes, que no rectificaron.

2000 años después. Hoy, y cualquier mañana por llegar. No importa si luce un sol espléndido sobre nuestras cabezas y dónde estemos ubicados: somos los de la barca en plena tormenta.

Situémonos ahí de verdad, sin “postureo” que valga, sin banalidades,  sin disfraz… Y decide (decidamos) dónde quieres estar; qué hacer del “momento” presente de la tormenta…; qué SER.  Significarse, al fin, con el: “heme aquí”, necesario y sincero, que pone fin a la tibieza y establece el orden.

                   

“Y vosotros, ¿quién decís que soy…?” Pregunta Jesús.

“Tú eres el que pone fin a la tormenta”. Responden algunos que le han reconocido.

Félix Gracia (Mayo 2022)

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